Presentarse voluntario es bueno para mi imagen en el cuerpo de policía, aunque hace un frío del carajo y la lluvia helada gotea a chorros por la visera de mi gorra.
Voy a coger una pulmonía.
Pedro me mira con las manos a la espalda. Sabe que no me gusta hablar demasiado y no me comenta nada, pero deduzco que tampoco está encantado de permanecer a la intemperie toda la noche.
El jefe nos ha pedido que no nos exhibamos. Hay que proteger esa localización, no pregonar nuestra presencia.
Poco jaleo, trabajo sencillo.
Pedro escucha algo raro en un lateral de la calle.
—Ve a mirar, yo cubro la entrada.
Pero no lo hago.
Dirige el haz de luz de su linterna a unos arbustos y le agarro por detrás. Forcejea, aunque mi posición es ventajosa. Cuando por fin deja de luchar tengo los brazos doloridos. Lo tiro al suelo, no hay tiempo de esconder el cuerpo, aunque sí me tomo unos segundos para imaginar la reacción de su mujer cuando se entere.
La chica me cae bien.
Voy hacia la parte de atrás, pegado a los setos. Veo a la otra pareja. No voy a poder sorprenderlos, son de los que hacen pesas.
Acaricio mi arma reglamentaria en su funda, pero cojo la otra, la que tiene colocado un silenciador y llevo dentro de la chaqueta que suelo pedir media talla más grande en el reparto de uniformes.
El espacio extra es útil.
Disparo a mis compañeros. Ni siquiera llegan a entender lo que ha pasado.
Accedo a la parcela por un hueco de la verja. La única luz viene de la ventana de la cocina. El inspector y su compañera no cuentan con que conozco esa casa muy bien.
Mejor que ellos.
Al entrar, me llegan voces de la otra punta, el inspector García trata de tranquilizar a la persona que protegen.
Desde el marco de la puerta veo a Tatiana, llora con los codos apoyados en la mesa y la cara tapada con sus manos. Imagino el aroma de su melena dorada, de su ropa… Esa esencia que tantas veces he aspirado al colarme en una casa que ya casi siento mía.
Ella no entiende que todo es por su bien.
Voy hasta la cocina empuñando mi arma. El inspector García no reacciona cuando le disparo al pecho y cae hacia atrás.
Con el dulce sabor del éxito en mis labios obligo a Tatiana a girarse, pero unos ojos extraños se clavan en los míos mientras siento un dolor insoportable que recorre todo mi cuerpo.
Desde el suelo, veo a la inspectora Relaño. Se quita la peluca que oculta su cabello negro recogido en un moño, mientras con la otra mano sujeta una pistola eléctrica.
—¡Cómo duele! —dice García palpándose la zona del chaleco antibalas donde impactó la bala.
El inspector me mira sonriente mientras me apunta con su arma.
Maldita la hora en que me presenté voluntario.