Maniobras de Vuelo
Laura García Labián | Marvin

Cuando empezamos no teníamos un duro, pasábamos los días como ratas mojadas. Luego, después de la visita de “El Piloto”, todo empezó a mejorar para nosotros. La compensación era mínima, pero nos dejaba pagadas las habitaciones en los hoteles y los coches hasta arriba de gasolina. No es que nos fuera a dar de alta en la Seguridad Social, eso tampoco, pero era con diferencia el mejor trabajo que habíamos tenido hasta entonces. Al principio eran cosas fáciles, incluso, por la forma de planteárnoslo, podríamos decir que hasta legales: una especie de reparto de la riqueza por la vía rápida. Pero la primera vez que nos pidió que llevásemos la pistola, entendimos que lo íbamos a tener complicado si algún día queríamos darnos la vuelta.
El primer cadáver apareció junto al estanque, totalmente seco, casi momificado, y ese mismo día, un par de horas después, fue cuando apareció el otro cuerpo apoyado en una de las barandillas que recorren el parque, hinchado y amoratado, como si hubiera estado horas sumergido en agua. A pesar del tiempo y de las huellas de la muerte, los reconocí enseguida. Ellos se habían quedado cuando yo decidí dejarlo, pero últimamente todo se había complicado y los dos querían abandonar el grupo. No les dio tiempo.
Entendí que “El Piloto” había ordenado esas muertes. Sabía por otros colegas, que los de inteligencia militar le andaban muy cerca. Estaba preparándolo todo para cambiar de vida, y quería dejar resueltos todos sus asuntos pendientes antes de desaparecer. Por si acaso liquidarme también estaba dentro de esos asuntos pendientes, decidí adelantarme. No tenía ni idea de donde vivía, sabía muy poco de él, pero por suerte, si sabía donde trabajaba, ¡no le llamábamos “El Piloto” por nada! Además de su lugar de trabajo, conocía algo tremendamente importante que los demás ignoraban, y también su debilidad por mí. Le distinguí a lo lejos, estaba apoyado en uno de los laterales del hangar, tan impresionante como siempre. Me acerqué a él y me miró como si me hubiese visto hacía un momento, sin sorpresa, sin inmutarse. Despegó la espalda de la chapa y me sonrió con aire de triunfador: «Sabía que volverías, nunca has sido cobarde, además, ¿Dónde vas a estar mejor, pajarito?» Me propuso acompañarle en su huida. Me hablaba con condescendencia, como si me hiciera un favor. Entonces, sin dejarle tiempo para reaccionar, agarré su nuca, acerqué su cabeza a la mía y le besé. Fue un beso largo, húmedo, cálido… hasta que se percató del sabor a avellanas en su boca. Me apartó de un golpe y se agarró la garganta con las dos manos, intentó toser pero su cara estaba tan hinchada que no pudo siquiera empezar a gritar cuando se desplomó «Qué aproveche, imbécil». Me metí en la boca el puñado de frutos secos que quedaba en la bolsa y me fui de allí entre el grupo de novatos que volvía de hacer maniobras.