El olor era tan nauseabundo, que Manuel Brils tuvo que colocarse el pañuelo de papel en la nariz mientras caminaba hasta la cinta policial, donde los dos agentes esperaban a que el forense acabase su trabajo. Tomó aire y se colocó a su lado.
-¿Sabéis ya quién es? -preguntó al inspector Gálvez, que contenía el vómito apretando un pañuelo contra su boca.
-No -contestó este. -Está desnudo y no lleva documentación. Por cierto, tú no deberías estar aquí, Manuel.
-Vosotros decid que no me habéis visto -contestó encogiéndose de hombros. -¿Cómo habéis encontrado el cuerpo?
-Han sido esos críos -señaló el joven agente Daniel Sanz con la mano. -Uno de ellos lanzó una pelota contra el muro y al ir a buscarla, se dio cuenta de que olía a muerto.
-Sí, el olor es insoportable. Debe llevar muerto unos cuantos días y los animales han sacado el cuerpo a la superficie. -¿Y tú qué haces aquí? -preguntó el inspector.
-Chafardear, ya sabes -contestó Manuel. -Pasaba por aquí y vi las luces.
-Pasabas por aquí -repitió Gálvez con cierta ironía. -¿En qué andas metido ahora?¿Otro lío de faldas?
-¡Bah! Nada importante. Una desaparición.
El equipo judicial levantó el cadáver y los tres hombres se apartaron a un lado para dejarles pasar. Cuando la camilla pasó ante ellos, Manuel se acercó y levantó la sábana que cubría el cadáver. La rosa tatuada en el antebrazo derecho del fallecido facilitaría su identificación y volvió a cubrir el brazo.
-Es Arturo Miranda -explicó, -profesor de un instituto en Ripollet.
-¿Cómo lo sabes? -preguntó Gálvez sorprendido. Manuel se limpió la mano en el pantalón.
-Estaba trabajando en su caso. Su mujer me contrató porque creía que se había fugado con su amante, Ainhoa Pons.
-¿Qué sabes de ella?
-Que no hay ni rastro. Supongo que a partir de este momento, la investigación es vuestra. ¿Avisáis vosotros a la viuda? -preguntó. El inspector Gálvez asintió.
Manuel se despidió de sus ex compañeros del cuerpo y se dirigió a su coche, lanzando una última mirada al lugar antes de abrir la puerta. “¡Jodidos niños!”, pensó. Si tenía alguna esperanza de alargar el caso y sacar algo de dinero, se había esfumado cuando el puñetero crío lanzó la pelota contra el muro. Conociendo de primera mano el procedimiento, sabía que las dos mujeres iban a convertirse en sospechosas de la investigación y él se quedaría sin cobrar.
Llegó a casa a media noche y sacó la cara billetera de piel de Arturo Miranda que escondía en el fondo de un cajón. Vació su contenido sobre la mesa. Unas monedas y tres billetes de quinientos. Ese iba a ser su beneficio en este caso. Cenó con la vista fija en la chimenea, donde la cartera y las tarjetas de Arturo se consumían en el fuego mientras pensaba en la forma de solucionar el otro problema que se le venía encima. La forma de deshacerse del cadáver de Ainhoa, que descansaba en el congelador del sótano.