No faltaban más que unos minutos para que los primeros rayos de sol entraran por la ventana del dormitorio de Mario Schangar. Abrió los ojos y se incorporó en su cama. El corazón se le había acelerado. Miró a un lado y a otro. Retiró la sábana y la manta y se levantó. Mario era un policía ya retirado pero que aún mantenía en su casa su uniforme y arma reglamentarios.
Todavía con el pijama puesto, se calzó sus zapatillas de andar por casa, cogió la pistola que usó durante su época de policía en activo, abrió la puerta y, con el cañón de la pistola mirando hacia el techo, empezó a bajar las escaleras que separaban su dormitorio de la planta baja de su casa.
Bajó de puntillas, intentando hacer el menor ruido posible, pero uno de los escalones estaba ligeramente agrietado y crujía. Mario se paró en aquel escalón, desde el que aún no se podía ver más que la puerta de entrada de la casa. De nuevo miró a un lado y al otro. También miró atrás, pero, al parecer detrás no tenía a nadie.
Siguió bajando de puntillas hasta que llegó a la planta baja de su casa. Siguió mirando hacia arriba por un momento. Un crujido. Rotura de cristales. Mario puso de nuevo un pie en el primer escalón de aquellas escaleras mientras miraba hacia el salón, cuya entrada estaba a tan solo cinco metros de distancia de aquel tramo de escaleras. Aquellos ruidos parecían provenir de la habitación de la que él acababa de salir.
—¿Quién anda ahí? —preguntó Mario.
Nadie respondió. Mario empezó a subir de nuevo aquellas escaleras. De nuevo crujió aquel escalón que ya estaba como para necesitar ser reparado. En el momento en el que llegó al último escalón miró a su derecha, donde estaba el baño. Mientras Mario miraba en esa dirección, alguien salió del dormitorio y le dio un porrazo en la cabeza, dejándolo inconsciente.
En el momento en el que Mario recuperó la consciencia, estaba en una habitación que no tenía ningún tipo de decoración. Además, estaba solo, sentado en una silla y atado de pies y manos. Era una habitación sin ventanas.
—¿Dónde estoy? ¿Quiénes sois? —preguntó.
Eso fue lo último que dijo Mario. Del suelo empezó a emanar un gas que, al cabo de un rato, acabó matándolo. Al cabo de un rato entraron en aquella habitación un hombre y una mujer. Subieron el cuerpo de Mario y lo enterraron en un jardín.
—¡Esto es por haber detenido a nuestro hermano hace cinco años! —exclamó el hombre mientras la chica y él echaban tierra sobre el cuerpo de Mario.
—Te la teníamos jurada. Sabíamos que lo tenías entre ceja y ceja desde que él se acostó con tu esposa —añadió la chica. Y fabricaste las pruebas para meterlo en la cárcel por tráfico de drogas debido a ese rencor que sentías.