Para recuperar las dichosas perlas, he tenido que meter las manos, enguantadas, en la mierda de mi suegra. ¡Estoy cabreado! Siento asco, y a la vez, no salgo de mi asombro. El tal Martín Culebra se lo olió todo enseguida, y eso que no es un investigador al uso. Parece que ir trajeado le dé alergia, prefiere llevar zapatillas deportivas a un buen par de zapatos. Y, encima, sigue entregando su tarjeta de presentación, como si estuviéramos en los años noventa. Robos y hurtos son su especialidad, gestiona riesgos y evita posibles fraudes a las aseguradoras, como hubiera sido el caso sin pretenderlo. Yo sabía que la vieja no se separaría de su collar ni aun muerta, pero, nunca pensé que sería capaz de hacer lo que hizo, y menos con lo débil que estaba.
Era medía tarde pasada, la hija predilecta y mi mujer, entre lloros intermitentes, recibieron a los empleados del tanatorio. El médico todavía no había venido a certificar la muerte y el cura ya tenía adjudicada una hora para la misa fúnebre, que se celebrará mañana por la tarde, por eso de facilitar la asistencia a los familiares y allegados. Cuando, de repente, al ir a elegirle el último vestido a la extinta, mi cuñada cae en la cuenta de que el collar de perlas no cuelga del cuello de su madre. No piensa enterrarla con este, se lo pidió hace años, con ello, quién se lo había quitado si ella y Blanca, mi esposa, no habían salido de la habitación en ningún momento. Se giró hacia su hermana, y con mirada acusatoria, espetó: «Has sido tú, te crees que no sé que tú también lo querías. Siempre has sido una envidiosa».
No he visto otra solución más que llamar a la compañía aseguradora, y que esta mediara en la inoportuna disputa. Los que estábamos allí, hemos sentido vergüenza ajena; las recientes y mayorcitas huérfanas han arribado al insulto puramente barriobajero. ¡Inadmisible!
Martín Culebra ha llegado a eso de las 19:30; se ha metido directamente en el cuarto de mi suegra, y después de identificarse con sus tarjetitas, ha destapado a la difunta, analizando la situación con frialdad. Tras unos minutos y un par de volteos cuidadosos al cuerpo, ha sacado un hilo de bisutería y un par de perlas de debajo del cadáver. Para luego, decir tranquilamente: «Se las ha comido». Encima de la mesita, una botella de agua casi vacía y un vaso reforzaban su teoría. Imposible rebatirla, así que pacientemente hemos velado a mi suegra, en casa, retrasando los trámites de la defunción. No obstante, al final ha llegado el alivio y las perlas han vuelto a ver la luz entre materia marrón.
El atípico investigador ha asegurado, compadeciéndome: «Tragó una a una, como si fueran píldoras marinas. Por lo visto, el valor que les daba ella era mucho mayor que el que mi compañía hubiera tenido que pagar. Los apegos no tienen precio». ¡Qué listo, Martín Culebra!