MÁS ALLÁ DE LOS GRITOS
Elsa Suárez Ucieda | Elsa

Un llanto, un agudo y estridente llanto es lo único que recuerdo. Pero ellos no me creen. No pueden creer en alguien como yo, no pueden confiar en las palabras que salen por mi boca. ¿Para qué preguntan entonces? ¿Para qué retenerme en una pálida y fría sala rodeada de espejos?

Un llanto, así de sencillo. Unos gritos ensordecedores torturan mis oídos a todas horas, y su presencia se hace tan constante, que hasta he llegado a acostumbrarme a ellos. Apenas logro escuchar lo que ocurre a mi alrededor, aunque tampoco es que desee hacerlo. Un hombre descaradamente obeso y con rostro altivo, entra en la sala siempre a la misma hora y se sienta frente a mí, recostando todo su cuerpo sobre la metálica mesa a la que me unen unas esposas. Ya no me molesto en tratar de liberarme, en cortarme las muñecas y teñir el metal de sangre, en hacer ruido con la cadena para molestarlo, ahora todo se ha vuelto más sencillo. Simplemente le aguanto la mirada. Sé que mis ojos le incomodan, pero es algo que no puede evitar que haga, observarle en el más absoluto silencio mientras ladeo la cabeza y mis pensamientos echan a correr deliberadamente. Unas esposas solo anclan un cuerpo, pero la mente, la mente es algo más complicada.

Con el paso de los días la desesperación del hombre aumenta, necesita respuestas, pero, ¿cuánto le importarán ya esas respuestas? Su seguridad y su ambiguo intento por tratar de replicar la figura de un gran detective ha desaparecido, y tan solo queda él, un bufón de feria. Es consciente de que saldré libre, probablemente por su incompetencia, sí, pero el gran mérito es mío. Pues, es cierto que ya confesé todo lo que recordaba, un ruidoso llanto, pero jamás podrán probar lo que vieron mis ojos, lo que hay más allá de los gritos.

Y por fin, tal y como pronostiqué, el hombre vuelve a entrar en la cuadrada y pulcra habitación sin cerrar la puerta tras él. Agacho la cabeza mientras se balancea hacia mí con las llaves de las esposas en la mano, y clavo mi mirada oscurecida por las cegadoras luces del techo de la sala en las dos canicas que porta como ojos. El llanto de mi mente ensordece y escucho los agitados latidos de su corazón reaccionando a cada uno de mis movimientos. Su intuición le grita abandonar la sala, meterme entre rejas o incluso torturarme por pura diversión, pero no tiene pruebas. Es así, sin pruebas no hay delito, a pesar de que una noche una mujer hubiera sido asesinada en su propia casa. Ahogada entre sus llantos y su propia sangre, a los pies de aquel que quiso matarla, por diversión, para ver como la vida la abandonaba poco a poco y la luz de sus ojos se desvanecía con cada grito.

Pero, yo solo escuché un llanto, un agudo y estridente llanto.