Estudiar de noche me tiene desestabilizado. Aprender la profesión de matarife no es fácil, requiere de mucha dedicación y sacrificio.
A nadie le gusta ver a los asesinos por la calle. Por ese motivo, nos escondemos, somos seres nocturnos. Es el precio que hay que pagar.
Otra vez en el matadero… pero en el matadero de matar ¿eh?
Saludo a los compañeros y entramos en el aula.
Al pasar, ese escenario siempre me recuerda a una de esas pinturas antiguas en las que un médico explica anatomía a sus alumnos.
Bajo la mirada omnidireccional del profesor, los pocos que somos, nos agrupamos alrededor de la víctima, un señor con bigote de unos cuarenta y seis años, que amordazado y perplejo no daba crédito a lo que estaba pasando.
Hoy le tocaba matar a ella y estaba más guapa que nunca.
¡Qué maravilla ver cómo curva el cuerpo!, cómo lo coloca en la mejor posición posible antes de sesgar con el cuchillo un profundo corte que provoca la muerte del objetivo… con un rápido movimiento de muñeca, lo ha conseguido. El cuerpo cae. Ella se incorpora y separa sobre él las piernas, quizás el muerto, desde el suelo, pudo disfrutar de una última visión de belleza y sensualidad.… Después, le pisa la cabeza y retuerce el tacón de las botas sobre su repugnante cara. La belleza necesita de lo obsceno y lo burdo, escatológico y violento, feo y necio, para destacar de lo vulgar y lo ordinario. Arte en estado puro.
El maestro asiente. Todos aplaudimos, y el resonar de las palmas me parecen risas y carcajadas de los dioses divirtiéndose con la escena.
Ella también sonríe y lo hace con la inocencia de un niño orgulloso de su trabajo.
La sangre derramada dibuja un corazón, intenta rescatarse a sí misma bombeando de nuevo para continuar viva, pero no puede… lucha tan fuerte que la sangre sangra, se hiere la herida, se muere la muerte… el trazo carmesí mana por las rendijas del entablillado suelo y se desliza roja y espesa hacia el desagüe, nadie preguntará, no caerá ninguna lágrima, no habrá sonrisas, ni siquiera unas breves palabras; solo una cosa, la indiferencia.
Me he enamorado de su frialdad y de su tétrica belleza… Hoy la ningunearé para que se fije en mí… lo haré sin piedad, la empujaré un par de veces y no me disculparé, miraré a sus ojos hasta que los retire o lo haga yo con un gesto de desdén y asco… no le ofreceré caramelos como a todos los demás, caeré desmayado a sus pies para que sepa que existo, incluso mentiré diciendo que hablo a la perfección algún tipo de dialecto ancestral.
Mañana me toca matar a mí, no espero enamorarla, solo que al menos reconozca que también yo sé hacer bien mi trabajo.
Aunque yo no piso la cara a nadie, quiero volverla a ver sonreír.