Media mandarina
Carmen Roiz | Providencia

Voy andando por la calle, despacio, es por la mañana y brilla el sol. A veces me ocurre que no pienso en nada y, por eso, ni siento el frío de enero. Los bordes de la acera están blandos, una y otra vez me acerco para que mis pies se hundan como en la arena de una playa; sí, una playa larga, de arena blanca, donde apenas se ve el mar, por estar la marea baja, pero el olor a salitre, que tanto me gusta, me envuelve; luego, vuelvo a la parte firme y camino a gusto, siempre adelante.

Estoy comiendo los gajos de una mandarina, de las anaranjadas de piel fuerte. De pronto, un chico joven, de piel morena, se acerca a mí. Me pide que le de algo y, sin pensarlo, le doy la mitad de mi mandarina. No nos decimos nada más, cada uno se va por su lado.

Vuelvo a pasear, ahora más rápido porque se levantó aire y me revuelve el pelo. Los árboles que parecían dormidos resuenan con el viento, me atemoriza ese sonido, quiero regresar a casa.

Me he alejado tanto que estoy perdida, sentada en la acera pienso. Hay tres calles que se cruzan, ¿cuál elegir? Entonces, es cuando aprecio el aroma afrutado en una de ellas, al mismo tiempo que veo un reguero de mandarinas por el suelo. ¡ Ya no dudo!