Memento Mori
Laura González Lorenzo | Purpurina del 84

Desde que llegó a Madrid no ha sido capaz de añadir ni una sola frase coherente. Borra, escribe y vuelve a borrar. Frustrada, aparta la mirada del texto y retira la silla de madera huyendo del cobijo de la enorme sombrilla de rayas, permitiéndose la caricia de los últimos rayos del sol de marzo.
Escribir nunca le ha supuesto un esfuerzo, hasta que hacerlo ha dejado de ser un hobby y se ha convertido en una obligación. Si no hubiera ganado ese dichoso concurso literario, ahora no estaría agobiada por tener que entregar el borrador de la novela en menos de cuarenta y ocho horas.
La Plaza de Carlos Cambronero comienza a bullir de actividad, pero lo último que le apetece ahora mismo, es contagiarse de ese ambiente festivo, primaveral, “malasañero”. Llama la atención del camarero para pedir la cuenta y piensa que quizá paseando por las calles del centro, encuentre ese soplo de inspiración que necesita para concluir su relato.
Abandona la terraza y camina con parsimonia por la calle del Pez. Dos zetas de Policía Nacional la sobrepasan a gran velocidad. El destello de los rotativos y el sonido de las sirenas dejan tras de sí la estela de una buena idea con olor a gasolina. Rápidamente saca su smartphone, se ajusta los auriculares y sin prestar atención a otros dos vehículos policiales que siguen la dirección de los anteriores, se concentra en desenmarañar la nebulosa que va cogiendo forma en su cabeza.
Absorta en sus pensamientos y envuelta por la música de Dover a más volumen del aconsejado, no se percata del revuelo de gente que se arremolina en la esquina de La Iglesia de San Antonio de Los Alemanes. Emocionada por haber conseguido en apenas dos minutos lo que no ha logrado en varias semanas, continúa tecleando con avidez, mientras dobla hacia la calle de la Puebla.
Relee lo escrito y satisfecha, levanta la cabeza del teléfono a tiempo de ver como todos los policías y curiosos que se encuentran en los aledaños del templo caen al suelo. Sorprendida, alza la mano para retirarse los cascos, aunque inexplicablemente la música se ha desvanecido,dejando en su lugar el eco de un pitido infinito. Con cierta dificultad consigue distinguir a un hombre desnudo de cintura para arriba que sujeta una pequeña pistola y al grito de: “Que Deus me perdoe”, aprieta el gatillo descerrajándose un tiro en la sien. Aturdida, no alcanza a entender por qué algunas personas corren hacia ella, que se encuentra en la dirección opuesta a la del suicida. Las piernas le fallan. Un agente consigue asirla por la cintura justo antes de caer. Su sólo contacto, le produce una punzante descarga eléctrica que la deja sin respiración. Mientras un río de sangre se desborda entre los dedos del policía que la sostiene, se arrepiente de no haber escrito un final feliz……al menos para su primera novela.