Los tres disparos rompieron la calma de la noche. Su eco se propagó por la ciudad como las ondas de una piedra arrojada a un lago. Como flashes de una cámara en el rostro de un famoso, vi en la distancia los fogonazos y la silueta del pistolero. Se alejó del descapotable rojo y cruzó la mediana de la avenida con la misma calma con la que había resuelto la breve discusión con la víctima, se montó en una Indian Scout de estilo clásico y gran cilindrada. La luz cálida de una farola permitía ver unos cromados que, con el fondo negro de la moto, brillaban como si fuesen de neón. A toda velocidad, y de un salto, bajó el bordillo de la acera para desaparecer, doscientos metros después, tras el cambio de rasante.
Comprobé el interior del Mercedes 300 SL Roadster rojo de los 60 y aprecié los acabados en madera, la tapicería de piel blanca, el exhaustivo brillo de palancas y tiradores; en definitiva, el estado en general, era insuperable. Se podía sentir que el cuidado y la entrega hacia el coche habían sido obsesivas. Por suerte, ninguna bala atravesó el cuerpo de la víctima, como si en un último esfuerzo por evitar cualquier daño al vehículo, el dueño atrajera hacia su cuerpo las balas. Tres tiros en el pecho y su avanzada edad hicieron que muriese en el acto.
La luz azul intermitente y las sirenas me avisaron de que los coches de la policía estaban cerca. Fui caminando hacia la acera en la que minutos antes el tirador había aparcado su moto. Detrás de unos arbustos altos y fuera de la luz de las farolas, vi llegar los coches patrulla de la policía y cómo bloqueaban la avenida. Minutos después, ambulancias y equipos médicos desplegaron todo un campamento de emergencia.
La policía tomó fotos desde todos los ángulos. La forense, junto a los sanitarios, tomó notas y rellenó formularios. Tras horas de espera, ordenaron retirar el cuerpo. La noche había sido larga y fría. Casi al amanecer, una grúa cargó el coche y vi cómo se dirigía al depósito de la policía.
Pasaron más de seis meses hasta que pude convencer a la viuda de que el Mercedes siguiese circulando por las carreteras, y a mi nombre, y que no fuese depositado en cualquier museo, para acabar sus días en manos de un conserje que, a lo sumo, le sacaría brillo de vez en cuando para ser exhibido a curiosos que nunca podrían imaginarse cómo es pasear al volante de una preciosidad así.
Me encantan los descapotables. Mi marido, en cambio, prefiere las motos de corte clásico. Le debo mucho. Me resulta fácil convencerlo para salir juntos y recorrer sinuosas carreteras o caminos costeros disfrutando de la brisa del mar. A veces, en mi Mercedes 300 SL Roadster rojo de los 60; otras, en su Indian Scout.