Era una mañana fresca. Solo faltaban un par de semanas para la media maratón. La isla se llenaría de corredores expertos y de aquellos que prefieren entrenar con el estómago lleno de alcohol.
Ya llevaba seis kilómetros cuando me vino la duda de si había cerrado la puerta con llave. Las incertidumbres me acechaban desde que me mudé a la isla. Como si los insultos y palizas de mi pasado vinieran a buscarme de nuevo.
Vivía en una preciosa casa blanca de dos alturas. Al mudarme la dueña me dejó elegir entre la planta baja o la primera. Ambas tenían vistas a las aguas cristalinas del Caló dels Morts, pero la planta de arriba tenía una pequeña terraza bohemia en tonos turquesas y blancos que me maravilló. El piso de abajo se alquilaba todo el año a turistas con deseo de mar.
En las últimas semanas alguien había estado entrando en mi casa. Cojines cambiados de lugar, ventanas abiertas, prendas de ropa que no encontraba, incluso la marca de un cuerpo en mi cama. Mi psicóloga me dijo que fuera racional y que solo se trataba de manías persecutorias tras la situación que había vivido.
Aumenté la velocidad haciendo mi zancada cada vez más amplia y rápida. Como si se me fuera a ir volando ese sentimiento de inseguridad continuo. El faro de la Mola estaba al final del camino entre árboles y casas solitarias. Subir la empinada cuesta y llegar hasta él me emocionó tanto o más que pensar en la meta de la próxima carrera. El día comenzaba a clarear. Al faro le quedaban unos minutos para llenarse de turistas. Me gustaba parar al borde del acantilado y ver aquellos colores anaranjados del amanecer. Respiré hondo. Orgullosa de mi nueva vida, de mis retos, de mí misma. El olor a salitre y el sonido del mar me ayudaban a despejar todos aquellos pensamientos negativos y temerosos que me acompañaban.
Miré al faro y pensé en el último farero que debió vivir allí . Me recordó a la galería de arte que abandoné en Madrid.
Entonces la vi. Junto al muro de piedra que rodeaba el faro se hallaba el cuerpo de una joven. Estaba al borde del precipicio. Miré a mi alrededor en busca de ayuda o alguna explicación. Cuando la única respuesta fue el silencio me acordé de mi madre regañándome por dejar mi móvil en casa cuando salgo a entrenar. Parte de mí quería salir huyendo y mi otra mitad quería socorrerla. Me acerqué esquivando piedras y arbustos.
Me fijé en su ropa. Zapatillas negras, short de color azul claro y una camiseta blanca con el dibujo de un ciervo. Esa camiseta que me regalaron en la carrera de montaña del año pasado y que llevaba días buscando. Aquella chica llevaba puesta mi ropa.
Noté pisadas a mi alrededor, crujidos de ramas y arbustos. Instintivamente agarré una piedra y miré a mi alrededor. Nadie. Nunca hay nadie ¿Me estaba volviendo loca o él había vuelto?