Mi brutito
Domingo Martos Ruiz | Úbeda

La zona empezaba a congregar a los feligreses habituales: viejas y borrachos
desempleados. El alférez caminaba escoltado de policías militares, robustos e intocables con sus cetmes y cascos blancos que se veían extraños en aquel patio de naranjos. La ciudad recién había amanecido y las mujeres ya se agolpaban en los mercados, mientras sus maridos, asqueados por la calurosa jornada laboral, daban forma a la nueva ciudad que se levantaba al otro lado del río para mostrar a los extranjeros la vida de estas gentes sureñas, extrañas y cambiadas desde la muerte del Generalísimo. En el amanecer de esta urbe, contaminada de heroína y cemento a partes iguales, el silencio fue roto sucesivamente por los maullidos de unos gatos pandilleros, el grito sordo de una cualquiera herida de muerte por una navaja corta y algo sucia, y el seco disparo de un recluta, que para más inri, pensaba el alférez llegando ya a la zona del crimen, era feo y vasco. Las viejas madrugadoras y los policías ponían originales nombres a la muchacha, salá decían, medio agitaná y demasiada hembra para tan poco hombre, bien feo, medio loco o medio vasco, que más daba. El alférez, repeinándose su bigote Alfonso XIII que tanto le caracterizaba, recomponía los hechos de un crimen, pasional según el improvisado jurado popular allí reunido, que debía ser llevado con discreción para evitar más líos en un país en llamas. El sudor le molestaba, pero le daba una imagen de actor americano, con su compacta figurilla de novillero y humedales en espalda y axilas. Encendió un cigarro traído de contrabando. Que jodienda más grande, pensó.
Seguía analizando el hermoso rostro de la chiquilla cuando una pareja de
guardias civiles se presentaron dando parte de lo ocurrido. Habló el veterano, el joven callaba, cuadrándose, recordando su penosa y aun tierna mili ante cabos e instructores parecidos a nuestro alférez. Lo hechos eran simples: ella se aburrió de él, adiós soldadito. Él tenía que volver ya a su pueblo, al hastío de ser un don nadie después de haber jurado como soldado de Su Majestad, valeroso zapador en maniobras arriesgadísimas entre la cantina y la oficina en la que estaba destinado en el cuartel. A la vuelta, pensaría el vasco, seguiría siendo feo y medio maqueto, pero podría contar que la mujer allí sentada, su mujer, la que era medio agitaná y muy salá, había caído rendidita ante su hablar brusco y varonil, sus marmitacos excepcionales y la sangre brava que por sus venas corría heredada de un abuelo donostiarra y requeté. La gitana, se adelantó el alférez a deducir, le regalaría una última noche de película furiosa y explosiones hollywoodienses y paja rápida en la penumbra del Cine Híspalis; una última cena grasienta y reconfortante donde Juan Perdices. El alférez, caminando entre los curiosos policías militares y el vecindario allí congregado, pensó en ese último beso bajo los naranjos. Una ramita de recuerdo, una lágrima acorde al momento y el epitafio: “escríbeme o llámame cuando llegues, mi brutito”.