Abren la puerta, ¡Dios mío, ayúdame! Son perros de Satanás dispuestos a devorarme. Mi versión, mi versión…
—He hecho lo necesario para salvarla… —les digo. No lo entienden —. No era ella…
»Estaba distinta, siempre había sido una chiquilla bondadosa y obediente, sí… Y alegre y tierna y cariñosa y… Cambió. Lo vi, cambió. Algo estaba pasando. Lo supe ese día, lo vi y lo supe. El cura la cogió del brazo para agradecer que asistiera a misa. Yo estaba orgullosa, sí, la criábamos bien, sí. Entonces ella salió corriendo. Corría, corría, y yo corrí detrás, y su padre corrió y la alcanzamos y Antonio le dio una bofetada porque nadie se comporta así delante de un hombre de Dios, no, eso no se hace. Y ella no lloró, no hizo nada. Porque era muy buena y muy obediente. Pero cambió.
»Mi versión, lo que pasó. Pasó poco a poco. Su mirada. Era oscura, muy oscura, la sentía sobre mí. Su mirada me dolía y yo no comprendía nada. Pero me dolía. Y mi niña bondadosa y obediente dejó de serlo. Chillaba que la dejara sola y yo le decía que teníamos que rezar, Dios nos ayudaría, siempre, porque es bueno, porque Dios está con nosotros y nos guía. Y ella me preguntó una noche si el diablo podía tener cualquier forma y yo le dije que sí, que por eso tenía que ser bondadosa y obediente y servir a Dios, pero su mirada me dolía. Y su mirada era oscura y vomitaba, mucho… Y las pesadillas, cada noche, las pesadillas. Y yo rezaba para que volviera a ser mi niña, pero no volvía. Y esa noche… ¡Oh Dios mío! Oí ruidos, lo oí, era como un animal. Y yo temblaba y rezaba y fui hasta el dormitorio y abrí, y… ¡Oh Dios mío! Antonio estaba encima de ella, en la cama, los dos, y eso era pecado de fornicio, y su mirada me dolía y Antonio se levantó y me arrastró afuera y lloraba y yo también lloraba y me dijo que había sido obra del diablo. El diablo se había metido en ella y lo había obligado a fornicar y que debíamos salvarla, sí, que había una manera de salvarla del diablo, que podíamos lograr que Belcebú abandonara el cuerpo de mi niña, yo quería salvarla. Y quería a Antonio, teníamos que volver a ser como antes, ¡oh Dios mío! Hice lo que me dijo y recé: «Dios te salve, María, llena eres de gracia…» y ella chillaba y lloraba y pataleaba. Y Antonio me dijo que solo yo podía salvarla y me dio el cuchillo y lo hice. ¡Sí!, ¡Lo hice, lo hice y la salvé! Y ahora ya no está a mi lado, ahora está junto a Dios Nuestro Señor y ella es bondadosa y obediente y…
—Es suficiente —. Castillo paró la grabadora.
—Con lo que tenemos aquí dentro…, —añadió el inspector Gutiérrez —no va a haber Dios que la salve.