El subinspector Ramírez atravesó el apartamento hasta llegar a la terraza. Allí le esperaba el oficial Marcos Rivas, sentado en una silla y con una bolsa de hielo sobre la frente.
—No se levante, Rivas —dijo Ramírez estrechándole la mano—. Siento lo de Velasco… Cuénteme, ¿cómo ha ocurrido?
—Teníamos a ese cabrón de Mejías en nuestro radar desde hacía tiempo. Velasco y yo vinimos a su piso para hacerle unas preguntas. —Se movió nervioso en el asiento—. Tras identificarnos e intercambiar unas palabras, nos invitó a pasar. Todo iba bien hasta que empezó a ponerse cada vez más nervioso. De pronto, se nos echó encima… Ocurrió muy deprisa… No sé de dónde sacó el cuchillo… Yo… Yo traté de reducirlo, pero no tuve más remedio que… Y Velasco… —Su voz se quebró.
—Tranquilo, Rivas. —Ramírez colocó la mano sobre el hombro del agente—. Los chicos han encontrado gran cantidad de material pedófilo en el ordenador de ese cabrón. Hicisteis un gran trabajo. Ahora, márchese a casa y descanse; mañana se ocupará del papeleo.
Rivas se levantó de la silla y comenzó a caminar hacia la puerta, pero antes de atravesar el umbral escuchó la voz de su subinspector:
—Una última cosa, Rivas. ¿Pudisteis sacarle información sobre el pequeño desaparecido? El oficial negó con la cabeza y abandonó el lugar.
Después de una ducha, Marcos Rivas fue a la cocina para preparar un sándwich de queso y pavo. Mientras lo preparaba, no podía dejar de pensar en lo ocurrido. La policía de todo el país llevaba más de un año detrás de aquel tipejo y su red de pedófilos. «¿Cómo pudieron creer que Mejías era quien movía los hilos?» Se sentía ofendido solo con pensarlo. No le había supuesto demasiado esfuerzo conducir a su compañero Velasco hasta allí; y fue aún más fácil acabar con la vida de ambos. De un plumazo, se había quitado de encima a su pertinaz compañero y a un potencial delator.
Cuando tuvo preparado el sándwich, lo colocó en una bandeja junto a una botella de agua y se encaminó al sótano entonando una alegre melodía. Una vez allí, abrió una trampilla oculta y recorrió un angosto pasillo hasta llegar frente a una puerta metálica. Al abrirla vio como un niño de apenas diez años lo observaba con el rostro cubierto de lágrimas desde el fondo de la minúscula habitación. Sin dejar de canturrear, el oficial de policía Marcos Rivas dejó la bandeja en una mesa y tomó asiento en la cama junto al pequeño.
—Mira, te he preparado el sándwich que tanto te gusta. —Acarició la cabeza del niño—. ¿Sabes?, hoy fui a visitar a mi amigo Mejías, ¿te acuerdas de Mejías? —Sonrió al ver cómo se estremecía el pequeño—. Claro que te acuerdas… Pero tranquilo, ni él ni ninguno de los otros te volverá a hacer daño. —Se acercó a su oído y le susurro—. Ahora eres solo para mí.