Mírala.
Siempre riendo. Tiene la maldita costumbre de ponerle la mano sobre el brazo mientras con la otra se tapa la boca de manera coqueta. ¿Qué esconderá en la boca, avispas?
Hacen como si yo no existiera, aún así, aprovechan todo el tiempo que yo no estoy para estar a solas. La odio. Odio cómo sorbe, cómo lo mira, cómo se zarandea al andar, su piel, su olor, todo.
Cree que por ser joven puede tener todo lo que quiera, pero a él no lo va a tener. Ya me encargaré yo de eso. Si es que puedo.
Competir contra su juventud, sus piernas largas y delgadas, su cabello lacio, abundante y con tanto brillo, con esos labios carnosos… es algo muy difícil.
Seguro que César no deja pasar todos esos detalles, imaginando cómo acariciarla, cómo besarla, cómo hacerla suya.
Antes me hacía a mí suya. Hace años que no solo no soy suya es que no soy mía tampoco. Claro, con esta piel arrugada y anaranjada, mi carne ya blanda y colgandera, mi ropa holgada para que no se marque la grasa de mi cuerpo y mi voz quebradiza pero chillona.
No soporto que se ande con aires de superioridad y elegancia. No la soporto.
…
No puedo concentrarme en mi lectura. El jardín está precioso, he trabajado mucho en él, pero ella lo estropea, dando saltos mientras canturrea por mi jardín. Persiguiendo mariposas con su melena al viento. El vuelo de la falda hace círculos perfectos mientras la camisa le queda perfectamente ajustada a su cuerpo. Luciendo su escote firme y dorado al sol. Maldita. Le encanta echarme en cara que es más mujer que yo. Y encima me falta el respeto pisando las flores que tanto trabajo me ha dado. Pero le da igual, le da igual destruirme la vida. Cargarse mis flores, mi matrimonio, mi juventud.
Me acerco a ella con una rabia que me pesa como rocas en el estómago. Se me queda mirando con una sonrisa condescendiente y juguetona. Se burla de mí, siempre lo ha hecho.
La miro a los ojos, unos ojos que pretenden ser inocentes pero esconden la insolencia y la grosería. Sin dejar de mirarla, y con un gesto en el que finjo cariño le acaricio el pelo. Ni un maldito nudo se me enreda en el dedo, es suave como una rosa.
Como las rosas que me ha estado pisando. Enganchada a mi marido y mi marido a ella. Ladrona de juventud que se regocija en mi dolor. Le estrujo del pelo, noto que le duele y eso me gusta. La arrastro hasta llegar a la fuente del jardín.
– Mamá, ¿pero qué haces? ¡Me haces daño!
Y después de varios espasmos, al fin, el silencio. Su belleza y alegría se ha ido para siempre. Y con ello, ya empiezo a sentirme mejor. Más bella, más radiante, más joven.
Supongo que de ahí viene lo que se hace llamar «la fuente de la juventud».