Miss Ida Stern tenía algo de chincheta, un fino cuerpo rematado por una enorme cabeza. Aunque pequeña de estatura irradiaba una fuerte personalidad. Sus labios siempre fruncidos y unas ojeras violáceas enmarcando unos ojos tan azules que eran casi traslúcidos. Cuando decidió visitar al detective lo hacía movida por una certeza absoluta, y un objetivo inapelable. La entrevista apenas duró diez minutos, pero fue suficiente para que Martin Logan presintiera que su clienta poseía un secreto, algo siniestro, que podía significar adentrarse en peligrosas arenas movedizas. El detective llegó puntual al lugar de la cita. Tenía que encontrarse con un tipo llamado Duncan del que nada sabía. Su clienta sólo le dijo que tenía que hablar con él, nada más. Martín se acodó en la barra del bar y se pidió un whisky. Ida Stern le dijo que Duncan se reuniría con él. Mientras saboreaba su bebida el detective se fijó en una gachí solitaria que se contemplaba coquetamente en un espejo de mano. Ella se dio cuenta de su mirada y le sonrió, cuando Martin se iba a acercar para entablar una conversación un individuo llegó frente a él y dijo que era Duncan y que le siguiera. El detective pagó sin esperar el cambio, y salió precedido por un hombre elegante y sombrío. Ya fuera Duncan comenzó a caminar deprisa dando por hecho que el otro caminaría tras él. Llegaron a las puertas giratorias de un viejo edificio de apartamentos y entraron a un vestíbulo que olía a desinfectante barato. Duncan se dirigió al fondo y empezó a descender unas escaleras, Martin le seguía sin perder ojo de cuanto le rodeaba, expectante. Después de un rato de bajar empinados escalones metálicos llegaron a un angosto sótano, las bombillas fluctuaban como si tuviesen miedo, como si de un momento a otro fuesen a fundirse. Duncan se giró, miró inexpresivo al detective, y de repente le golpeó fuertemente con la culata de una pistola. Martin se desplomó de inmediato, y quedó tendido en el suelo, inconsciente. Cuando se despertó se encontró sumido en una profunda oscuridad que olía a humedad. Estaba sentado en una incómoda silla y atado de pies y manos. Sabía que sería inútil gritar y permaneció callado intentando poner claridad en la situación. Cuanto más lo pensaba menos comprendía nada. Habrían transcurrido unos quince minutos cuando una puerta se abrió. Alguien pulsó un interruptor y se encendió un tubo fluorescente sobre su cabeza. Delante de él estaban Duncan y su clienta, miss Ida Stern. Cuando la vio tan seca y rígida tuvo la misma sensación que cuando la conoció, era alguien que guardaba un turbio secreto. La mujer le miró desafiante y le desveló su secreto. ¿Se acordaba de Arthur Stern? Sí, claro que se acordaba, su testimonio en el juicio le había valido la silla eléctrica a su padre. Él ahora estaba sentado sobre una silla idéntica. Quien a hierro mata, dijo la vengativa antes de salir. Duncan permaneció, ejecutaría la sentencia.