Han pasado diez años, pero recordar esa tarde aún me ata el nudo en el estómago y me lleva de nuevo a ese profundo terror.
Sonó el timbre, abrí. Era un chico pálido que temblaba. Mi mamá lo reconoció, era un empleado de mi papá. No recuerdo sus palabras exactas, fueron algo como: “entraron en un jeep, encapuchados, con chalecos antibalas, armados, y se lo llevaron”.
Las siguientes 22 horas, buscamos ayuda, porque en un país como México, la policía es en quien menos puedes confiar. Toda mi familia estaba buscándole. Comenzamos en hospitales y terminamos en la morgue. A mi papá se lo llevaron en un municipio de 63 mil habitantes. Y esa misma tarde, en esa zona, habían aparecido seis muertos: quemados, descuartizados, balaceados, apuñalados. Ninguno era él.
De repente, llegó esa llamada, y dejó de estar desaparecido para, oficialmente, estar secuestrado. Un millón de dólares nos pedían. Éramos una familia de clase media, ni vendiendo todo lo que teníamos podíamos pagarlo.
Tuvimos suerte, un amigo nos contactó con alguien de la única institución en que se podía confiar en el país. Asignaron dos agentes que se instalaron a vivir en mi casa. “¿Quién va a negociar?”, preguntaron. “¡Yo!”, no dudé. Pero sugirieron que fuera mamá, pues, si mi papá me escuchaba a mí durante la negociación, se debilitaría anímicamente (como si estar secuestrado no lo tuviese ya debilitado).
Ella pasaba los días en una habitación ensayando escenarios de llamadas: si te dicen que van a matarlo o enviarlo en trozos, que vienen a por ti o por tu hija, si piden más dinero, o amenazan con mandarte un dedo.
Dormíamos cuando nos vencía el agotamiento, siempre con angustia, terror, pensando cómo estaría él. Llamaban cada dos o tres días y, como habían instruido a mi mamá, tenía que pedirles una prueba de vida, y así podíamos escuchar la voz de papá.
La negociación llegó a una cifra que pudimos recaudar con ayuda a familiares y amigos.
Enviar el pago del rescate fue tenso, un miedo profundo, incluso de los agentes que habían visto esto durante años. Pagamos, quedaba esperar.
Dos horas después sonó el teléfono, eran los secuestradores, aún le tenían. Querían dos coches que habían negociado con él allí dentro. Los agentes mostraron unas tarjetas indicando a mamá la respuesta: “Si mi esposo te ha dicho que te dará eso al salir, déjalo ir, él sí tiene palabra y cumplirá. He cumplido mi palabra, tú no. No te daré nada más.”
Papá se despidió amoroso. Colgaron. Corrí a mi habitación, caí de rodillas y lloré, pedí un milagro. Un par de horas después escuché alboroto afuera. Tardaron en abrir, debían asegurarse de que no había delincuentes escondidos, que no era una trampa, un señuelo. Finalmente, entrada la madrugada del doceavo día, él cruzó el umbral de casa, con muchos kilos menos, muchas canas más, cargando un peso que hasta hoy arrastra. Pero vivo. Volvió mi papá.