“Todavía no tenemos un muerto -dijo él-. Uno no es de ninguna parte mientras no tenga un muerto bajo la tierra”.
Aún resonaba en mi cabeza la voz de aquel Gabriel García Márquez que el abuelo Matías tanto me leía.
Giré el pomo de aquella puerta desgastada con falsa seguridad, intentando ocultar el cansancio causado por los 7.776 kilómetros que separan Madrid de Barichara.
– Buenos días – dije mirando al comisario que acompañaba al sospechoso: mi tío abuelo Emanuel.
– Buenos días, Olivia. Agradecemos tu colaboración en el caso, conscientes de los muchos interrogatorios que has tenido que dejar abiertos en Madrid.
Aunque Emanuel no era de mi agrado, jamás le creería capaz de matar a su hermano.
Había estado revisando los informes en el avión, papeles inconexos que terminaban en un sinsentido: el acantilado del Salto del Mico, un reguero de sangre, y una sola huella indescifrable superviviente a la temporada de monzones.
La pregunta era clara y complicada:
– ¿Dónde está el cuerpo de mi abuelo? – escupí la pregunta.
– No lo sé, la última vez que le vi escudriñaba Cien años de soledad – Pronunció Emanuel.
– Iré al grano: la sangre analizada es de mi abuelo y cientos de deudas familiares a punto de vencer te señalan como principal sospechoso – me atreví.
– Los monzones han castigado de más nuestros campos de tabaco, pero nada tiene que ver con la muerte de Matías. Ya sabes , cuando llega una desgracia, vienen todas juntas.
– Tú sabías de la existencia de los textos que Gabriel le había confiado al abuelo, el borrador de su última novela: Crónica de una muerte anunciada, qué irónico, ¿no? Su venta habría sido la solución a todos tus problemas financieros – dijo Olivia.
– Matías se obsesionó con esas historias hasta hacerlas realidad. Decía que las páginas le hablaban y que cada personaje le susurraba sus próximos pasos.
– Nada de lo que dices tiene sentido – dije desconcertada.
Olivia dudaba de su propio instinto. Sabía que para su abuelo, aquellos textos del realismo mágico eran un tesoro, mentiras con una parte de moraleja y dos de locura, que se había terminado creyendo.
Miró a Emanuel por última vez y le pareció ver una pequeña mueca que parecía una sonrisa.
De pronto, entre la oscuridad de aquella sala, iluminada sólo por aquel desagradable flexo, entró un pequeño haz de luz. Aquel picaporte corroído se había vuelto a girar.
– Tenemos un nuevo informe. Su doctor nos confirma que Matías sufrió episodios de alucinaciones y distorsión de la realidad.