El caso era sencillo: un cadáver, un arma, el dueño de la misma y un móvil contundente. Dos y dos, son cuatro… pero no, no estaba convencida de algo tan obvio.
Sobre mi mesa, los cincuenta expedientes de interrogatorios conducían al mismo fin y todos con un mismo argumento, apenas había sospechosos, ni siquiera asesino, todo era un homicidio involuntario.
Mario, la víctima, de dieciocho años, resultaba ser un ladrón que había intentado robar del museo la famosa acuarela de Anaí Reyes, “El llanto de la luna”, algo que le debió parecer sencillo debido a su escaso tamaño y fácil de transportar en cualquier mochila, sin embargo, Mario, había sido pillado infraganti por el vigilante de seguridad, Cosme, que había sacado su arma reglamentaria, haciéndole desistir de su hurto, pero, según relata el propio vigilante, el chico hizo caso omiso y huyó con el cuadro, por lo que recibió un disparo mortal que acabó con su vida al instante.
Hasta ahí, todo cuadraba y mi trabajo se limitaba a rellenar el aburrido formulario, certificando quién había cometido el crimen y por qué, un homicidio en segundo grado de libro, involuntario, cometido a pesar de no tener ni un testimonio, aparte del de Cosme, porque no había cámaras de vigilancia en esa sala, sin embargo yo quería saber si todo era tan aparentemente sencillo. En realidad, Cosme, ¿no había tenido tiempo suficiente para reflexionar?, ¿había cometido un error disparando su arma pudiendo disuadir al joven desarmado de otra forma? ¿Lo hizo pensando en la valiosa obra, el museo, los visitantes? Con su experiencia, Cosme sabía, que algo así podría suponerle un cargo de homicidio doloso por utilizar su arma de forma innecesaria y desproporcionada… ¿impulso, miedo, estrés, error…?
Sobre mi mesa, el Smartphone del joven, un estudiante de medicina con notas brillantes, de padres adinerados, ¿qué le llevaría a robar ese cuadro? Necesidad, no parecía, ¿curiosidad, juego, adrenalina, encargo…?
– ¡Eso es, encargo! – dije en voz alta.
Me puse a revisar de nuevo el móvil del chaval, buscando nombres entre sus contactos, no había nada particular, hasta llegar a un nombre que me resultó familiar “Gladys”… precisamente el mismo nombre que aparecía en el expediente del vigilante. ¡Claro, Gladys…!
A partir de ahí, sólo tuve que empezar a leer los mensajes entre la víctima, es decir, el joven Mario y Gladys para darme cuenta al instante de que eran amantes y sí, revisando el expediente se trataba de la misma mujer, la esposa Cosme.
La situación a partir de ese momento era bien diferente y leyendo el resto de mensajes, se sacaba en claro que Cosme había incitado a Mario a cometer el robo sin vigilancia, algo aparentemente sencillo para así, pagar su deshonra o sus cuernos, al menos de forma económica, lo que el pobre Mario no sabía es que Cosme tenía otros planes, tener la coartada perfecta para matar al joven en supuesta “legítima defensa” y deshacerse del amante de su amada esposa.