A falta de media hora para las dos de la madrugada se retiró del juego. La habitación tenía un aire viciado, y la escasa luz que había se abría paso con dificultad entre el espeso humo del tabaco. Era a partir de aquella hora que todo se volvía asfixiante. Cuando la gente comenzaba a comprender cuánto dinero había perdido, y cuán profunda era la tumba que se habían cavado ellos mismos con cada nueva partida.
Arturo sabía cuándo retirarse. Y todos sabían que llevarle la contraria en la mesa de juego era el equivalente a lanzar tu dinero por la borda. Todos le acusaban de tramposo, pero nadie podía probarlo nunca. Aquella noche quien pagó cara su ignorancia fue un viejo ferroviario. En lo que duraron tres rondas de coñac perdió la pequeña fortuna de su familia, que hace pocos años había hallado algo de petróleo en una de sus fincas. Fue echado del local por la fuerza. Sus maldiciones fueron algunas de las más desagradables que Arturo jamás había escuchado.
– ¡Estás muerto imbécil! – gritaba desde la calle.
El resto brindaron y rieron al son de las campanadas. Eran las dos de la mañana, y fuera de aquel refugio de la oscuridad de la noche reinaba un silencio sepulcral.
Volvió a casa sólo. Aquella noche Arturo era más rico de lo que jamás habría esperado, e iba más borracho de lo que le hubiera gustado. El tintineo de las monedas inundaba las calles grises y apagadas de la noche. El eco de sus zapatos parecía anunciar la llegada de un lúgubre príncipe. Ya había sido amenazado muchas otras veces. Pero jamás había ganado tanto en tan poco tiempo. Un escalofrío recorrió cada uno de sus huesos bajo la gabardina. Sentía a un delgado gusano trepar por su mente e insinuar los destinos más desagradables. No había cometido ningún crimen. Era dinero limpio. Más o menos. Entonces llegó a la bifurcación.
Ambos callejones eran de un negro insondable. Indeciso, deslizó su mano en su abrigo y sacó una pequeña moneda de cobre. La hizo girar en el aire con destreza. Nadie hubiera dicho que había bebido más de la cuenta. Cara, tomaría la calle derecha, cruz, la izquierda. Con decisión, emprendió el camino de la derecha. Tres pasos dentro del callejón, notó un golpe seco en la nuca, un hierro helado reposando sobre su cráneo. Aturdido acercó la mano y comenzó a notar su sangre brotar. Le flaquearon las rodillas y cayó de bruces al suelo, con muy poca clase. Sintió un jadeo y una mano impaciente rebuscar entre sus prendas. A los pocos segundos no sintió nada. Había muerto.
Los barrenderos recogieron el cuerpo por la mañana. El más viejo de los dos se agachó y tomó una moneda de cobre del suelo, cubierta de sangre. Era la moneda que Arturo usaba para amañar sus juegos. La que tenía dos caras. El barrendero la tiró pues no tenía ningún valor.