Se desplomó. Una silueta inmóvil en la penumbra con la cabeza ladeada y un gran charco de sangre saliendo por el lóbulo occipital. Los ojos abiertos con mirada espectral, como no dando crédito a la última imagen en sus pupilas. El escenario se iluminó al encender las luces y la madera del parquet crujió al rodear el cadáver. Según relataban los dos agentes, quedaba una duda en aquel semblante fantasmagórico, igual que si el abismo se hubiera apoderado de la vieja actriz que vivía anclada en la gloria del ayer. Los párpados y los labios estaban morados, el cuello roto por el golpe seco y la aorta hinchada. El brazo derecho yacía dislocado en su espalda y el izquierdo se aferraba a las baldosas, arañándolas. Había restos de astillas entre sus uñas, si bien pudo ser que se arrastrara unos metros antes de fallecer. No obstante, la catarsis final no la vio nadie porque las butacas ya estaban vacías cuando sucedió el fatal desenlace.
Me había tropezado con ella en el camerino. Siempre se maquillaba frente al espejo, peinándose el pelo gris con las manos. Después, repasaba el guion en silencio mientras tomaba un cortado de una máquina que nunca devolvía el cambio. Una vieja loca para muchos que deseaban su retirada porque no generaba dinero como antes, aunque ninguno dudaba de su arte. Sumido en mis pensamientos, me sobresaltó el compás de pasos apresurados y los dos hombres se detuvieron junto a mí. No me giré, pues me habían informado previamente sobre el inicio del interrogatorio. El rompecabezas no encajaba y, por ello, era preciso recrear la escena del delito. Así que me pidieron ayuda, pues solamente un experto dramaturgo como yo tiene la habilidad de reconstruir los hechos con total fiabilidad. No pude negarme. Acto seguido, les confesé que iba a ser su proyecto más ambicioso para ser “inmortal”. Llegó temprano al teatro. Solía venir un par de veces por semana, pero la vi más agitada de lo normal y le recomendé ensayar otra jornada. Su comportamiento no denotaba signos externos preocupantes salvo por la ansiedad que le generaban sus ocasionales fallos de memoria. Me concentré en el mismo monólogo que ella interpretó, carraspeé y respiré hondo. Tras recitar la obra creada por mí, las piernas flaquearon, me tambaleé y no tardaron en aproximarse, agarrándome fuertemente por los brazos. No hubo más preguntas. En la soledad del teatro vacío, se procedió a levantar el cuerpo mientras el parte policial quedaba firmado. Clausurando la escena, limpiarían los restos del infortunio tras leer una palabra arañada en el parquet: “Seanchai”, decía en gaélico, o lo que es lo mismo, “poeta”. Me obligaron a dejar el guion de la obra como prueba y me encaminaron a la salida sin volver la vista atrás. Mi última función concluyó con la caída del telón.