MUÑECAS
Carmen Lidia García Huerta | Alia Winter

—Sólo quiero saber si el tipo es un peligro para alguien, Campbell.
La detective miró a su alrededor. Por el suelo del apartamento yacían desperdigados los pedazos de la cyberdoll, una mezcla de sangre, órganos y cables que le daba ganas de vomitar. Intentó mantener la voz firme.
—No puedo asegurarlo, teniente —dijo—. En mi opinión, la diferencia entre mat… desconectar así a un cyber y matar a un humano es una línea muy fina.
—Bueno, no se nos paga por filosofar —respondió su jefe a través del conector sináptico—, así que acaba ahí y mándame el informe cuanto antes. Tengo que asignarte un par de casos más.
La llamada se cortó abruptamente. La detective Campbell resopló, pero conectó con la central para comprobar algunos datos y tomó declaración a los vecinos que habían avisado a la policía, un matrimonio ya anciano. La mujer temblaba al relatar cómo los chillidos se habían transformado en algo espantoso, un sonido a mitad de camino entre un animal y la limadura del metal. Aseguró que nunca podría olvidarlo.
Por último, la detective se acercó al hombre, que estaba sentado en el suelo y custodiado por dos agentes. Con la camiseta y los calzoncillos empapados de sangre, se sujetaba las rodillas con aspecto tranquilo. Alzó la mirada cuando ella se acercó y, por un instante, Campbell creyó que iba a sonreír.
—¿Puedo levantarme ya, detective? —dijo.
—No hay motivo para presentar cargos contra usted —respondió ella, indicando a los agentes que podían irse—, aunque deberá presentarse en esta dirección a primera hora para un examen mental.
Mientras decía esto, dejó un papel sobre el sofá. Él pareció intrigado.
—Una nota manuscrita, eso es algo que no se ve todos los días —dijo, con los ojos clavados en ella.
«No pienso tocarte ni por sinapsis, monstruo», pensó Campbell, y fue hacia la puerta para marcharse.
—¿No va a preguntarme por qué lo he hecho, detective? —preguntó el hombre.
Al ver que le ignoraba, respondió por sí mismo.
—Era mi muñeca —dijo, levantándose—, mía y de nadie más.
Ella cerró a su espalda, asqueada. Bajó las escaleras casi corriendo y agradeció respirar el frío aire nocturno. Se subió el cuello de la gabardina sobre el cráneo rapado y comenzó a caminar sin rumbo fijo. Esa noche necesitaba caminar.
El vapor de las alcantarillas creaba fantasmas, ilusiones de sombras que a veces la alertaban, pensando que la seguían. Horas después, agotada, se dirigió por fin a su casa. Al llegar no encendió las luces del pequeño piso, sino que fue directamente al salón y sacó la ginebra de un mueble desvencijado. Se dejó caer en el sillón y acercó la botella a sus labios, sintiendo el ardor del alcohol por su garganta.
En la oscuridad, una silueta se destacó contra las sombras. Campbell echó otro trago y apartó la botella a un lado.
—Supongo que buscas una nueva muñeca —dijo, y los fogonazos de dos disparos iluminaron su cara.