MUÑECO DE JENGIBRE
CRISTINA GÓMEZ GARCÍA | K.

Eran las 4:32 de la mañana. Qué le avisaran de madrugada para acudir a un caso, le removía las tripas. No tanto por lo que esperaba ver en la escena, si no por el espantoso café aguado que se avecinaba en el único bar abierto cerca de comisaría.
Somnoliento y a desgana, entró en el local.
Una campanilla coronando el marco de la puerta, pregonó su llegada. Se apoyó en la barra. Estaba pegajosa por el rastro del alcohol y la juerga de algunos afortunados horas atrás. Echó un vistazo alrededor.

El bar estaba decorado con el gusto del siglo pasado e iluminado con una lámpara de araña, que regalaba la luz suficiente para entrever la gruesa capa de polvo que cubría el relicario de botellas de los altos de la estantería. Al fondo, sacando brillo a los vasos con un pañuelo ajado, estaba Manuel, Manolo para los parroquianos.

Manolo heredó de su padre: el bar y el nombre. De su madre y la hambruna: la altura.
Medía metro y medio, quizás menos por el tiempo y la gravedad. Vestía siempre con mandil y a juego con la decoración del bar. Aún con sus sesenta y tantos años corría ágil de un lado a otro de la barra.

—Buenas noches inspector —le saludó con energía—, ¿Lo mismo de siempre?
—Buenas Manolo, ¿un delicioso café de los tuyos? Claro.
—¡A la orden! —cantó mientras encendía la maquina de café.
Cargó el brazo y presionó el botón. La vieja maquina chillona comenzó a escupir goterones de café. Cuando cesó, Manolo agarró la taza y perdiendo la mitad del café por el camino gracias a los temblores, la posó frente al inspector.

—¿La leche fría? —preguntó.
—Sí, por favor… —dijo pensativo el inspector mientras se fijaba en una mancha oscura del mandil. Parecía reciente, al contrario que el resto—. Qué ya voy tarde.
—¿Azúcar?
—Ahora que mi dietista no mira…
Manolo le dejó un sobre y se acercó a la estantería. Volvió con un paquetito hecho con una servilleta
—Aprovechemos entonces —comentó sonriendo.
El inspector abrió la servilleta. Era muñeco de jengibre. Liberaba un dulce e intenso aroma que luchaba contra el hedor rancio del bar.
—Así te sabe menos amargo el día. Los hace mi nieta —añadió.
—No sabía que tenías hijos —dijo volviendo a olerla—, y menos nietos. Por cierto,
¿Qué te debo? —comentó mientras sacaba la cartera y le daba un bocado.
—Nunca se conoce a nadie del todo, Inspector —respondió con frialdad—. Solo las gracias, ¿hoy por ti mañana por mí no es cierto?
—Está bien, gracias Manolo.

Se comió lo que quedaba de la galleta y se bebió el café de un trago.
Salió del bar y comenzó a andar hacia la comisaría.
De pronto, el móvil vibró dentro de bolsillo. Lo sacó. Tenía 4 mensajes nuevos en la pantalla:

—“¡¿DÓNDE ESTÁS?!
—»No pases por comisaría. Ven directo a la calle Valverde”
—“Han encontrado a una chica descuartizada en la pastelería de la esquina »
—»La de los muñecos de jengibre»