N.Y. 44
ALBERTO DOMINGO GARCIA | SYRIO BALEY

Un tubo de carmín rojo perdición, un billete de cien dólares con un número escrito en la esquina, unas medias negras con una carrera perdida, el cinturón de una bata de seda, suave como el engaño. Baley va colocándolo todo sobre la mesa, tras la que está sentada la viuda.
—¿Los reconoce usted?
—El carmín y las medias sabe que sí, los encontré yo.
—¿Y el resto?
—Claro que no, ¿eso a qué viene?
—Son los anzuelos con los que me topé. Muy bien dispuestos. Cualquier otro habría llegado dónde usted quería: un marido asesinado por un asunto de faldas.
—¿Qué está insinuando? Como empiece a desvariar puedo contratar a otro, esta ciudad está llena de detectives. Ya se lo dije, a mi marido le volvían loco las mujeres.
—No lo dudo, pero estando casado con alguien como usted, ¿por qué querría buscarse líos con una furcia y su chulo?
—Tal vez buscaba algo que yo no estaba dispuesta a darle……
—Sí, tal vez. O tal vez tuviese que ver con esto… —Lanza una fotografía a la mesa: ella cogida del brazo de un militar.
Observa la imagen con los labios apretados.
—¿De dónde ha sacado esto?
—Da igual. La pregunta es qué hace una bonita judía huida a América agarrada del brazo de un oficial nazi. Teniendo en cuenta el empleo de su marido estoy seguro de que esto le interesará mucho al OSS.
Ella le observa con sus ojos verde veneno.
—¿Quiere dinero? —dice mientras rebusca en el bolso.
—Quiero la verdad, su marido parecía un buen tipo.
—¿La verdad? —responde sacando una pequeña pistola de dos tiros del bolso y apuntándole—. Vamos a arrasar este país con la nueva arma del Führer, esa es la verdad.
—Puede. Pero usted lo verá desde la cárcel, acaba de despejar mis últimas dudas. La fotografía me la dio su marido. Sí, no ponga esa cara, me contrató dos semanas antes de que le matase, cuando empezó a sospechar. Bastó dejarme caer por su funeral para que me contratase mientras jugaba su papel de viuda humillada y afligida, no es usted tan lista como se cree. Por cierto, yo bajaría esa pistola, la policía está esperando en el descansillo para entrar a mi señal —añade, alzando la voz.
Un golpe en la puerta.
Ella dispara. Baley se lanza hacia un lado, pero el tiro le da en el pecho.
Más golpes en la puerta.
Se vuelve hacia la entrada un instante, luego mira la ventana abierta. Se gira hacia él, tirado en el suelo, y aprieta de nuevo el gatillo con odio, alcanzándole en el hombro. Suelta la pistola, susurra un Mein Führer, y corre hacia la ventana.

Un rato después, Baley observa desde el portal como retiran el cadáver del pavimento. El chaleco ha hecho su trabajo, aunque el hombro tardará en curarse. Un mendigo se acerca a él. Le da un billete de veinte. Nunca unos golpes en la puerta le salieron tan caros.