‘- Es malo, hijoputa y malo. Vendería a su propia hija por una comisión.
Con esos argumentos cerró Torrisi el encargo, con esos y la traición a la familia, algo que nunca podía pasarse por alto, y fue más de lo que Lali Boamorte necesitaba para trabajar.
Lo demás ya fue profesionalidad, seguir en los medios el rastro del protocolo, la cita para que la alcaldesa de Las Rozas inaugurara aquel nuevo pabellón. Encontrar un punto elevado, en aquel edificio en obras, situar el Mini en una ruta sin obstáculos, montar el Remington 700, con esa culata cada vez más corta y ergonómica, tumbarse y esperar. Eso era todo.
Augusto Montero estaba muerto pero aún no lo sabía, por eso hinchaba el pecho junto a su hija Estela, frotándose el colmillo ante todo lo que pensaba sacarle, a ella y a los Torrisi, al menos durante los primeros cuatro años de gobierno. Lali acariciaba la mira, ajustando el enfoque, calibrando hasta la velocidad del viento.
El mismo viento que tantas veces había sentido en aquellas pistas ahora techadas y cuyo reestreno refrendaría la munícipe en unos minutos, cortando la cinta, presumida y ufana todavía en aquellos primeros baños de multitudes.
La prensa hacía corro, los concejales hacían corro, Augusto se crecía aún más, una selección muy escogida y presentable de alumnos aplaudía, todo un séquito real alrededor de Estela Montero, con su bastón de gobierno. El tiempo y la nostalgia amenazaban con jugarle a Lali la peor de las pasadas.
Respiró hondo, cerró de nuevo el ojo, la caricia se fue ahora al gatillo y se concentró en la frente del padre. Solo en el instante previo al disparo le buscó los ojos a Estela, los mismos ojos que, entre beso y beso, escondidas ambas tras la fuga de cientos de clases, le juraban hace años que había nacido para la política, y que algún día reinaría en aquel pueblo, cambiándole la cara para siempre.
– Reina huérfana, mi niña. No es nada personal, son solo negocios – murmuró Lali poniéndole así el punto final a su trabajo.