Aquella calurosa noche de agosto me tocó hacer la patrulla con Helen, una policía algo fuera de forma que presume de no haber desenfundado nunca su arma; opina que todo conflicto puede resolverse mediante el diálogo, señal que aún no ha conocido a mi cuñado. Su foto, la de Helen, no la de mi cuñado, cuelga desde hace meses en la pared de la comisaría como empleada del mes; el alcalde ha importado esa moda tan europea de las encuestas de calidad entre los ciudadanos , y desde entonces ella aparece siempre como la mejor calificada. Una mujer 10. ¿Y yo? Yo tengo 57 años. Casado. Dos veces. Con la misma mujer. Divorciado dos veces. También con la misma mujer. Cuatro hijos. Y estoy gordo. Pero que coño, soy el jefe. Soy el sheriff.
Antes, todo empezaba los viernes: la gente salía de la única fábrica del pueblo, cansados de toda una semana de trabajo duro, y quedaban para cenar y tomar unas copas. Los más jóvenes se lo montaban por libre, y los no tan jóvenes se reunían en los bares. Esas noches, nuestras patrullas consistían en acompañar a algún borracho a su casa. Desde que cerró la fábrica, los jóvenes marcharon y los no tan jóvenes, los que pudieron, también. Y ya no hay diferencia entre los días de la semana; cualquiera es bueno para emborracharse.
Eran las cuatro de la mañana cuando atendimos la llamada de Fredy, un alcohólico no anónimo que creía que éramos su taxi particular. Al parecer, había visto una enorme bola de fuego parada en mitad del cielo. Contó que estuvo parada mucho tiempo, y que luego bajó, poco a poco, hasta depositarse en el suelo.
—Sí, he bebido, pero no estoy borracho — nos aseguró.
Dudo que recordara cómo era eso. Aún así, la mujer impasible y el gordo de su jefe, nos dirigimos al kilómetro 15 de la interestatal. Cuando giramos la curva una apabullante luz nos deslumbró. Nos bajamos del coche y protegiéndonos los ojos con las manos nos acercamos. Para nuestra sorpresa, una sombra humanoide surgió de entre el resplandor. Y nos habló.
—Tranquilos humanos. Venimos en son de paz. Queremos ayudaros a salvar vuestro planeta, acabar con el calentamiento global, eliminar la contaminación, acabar con todas las enfermedades. Y a encontrar la paz entre vosotros.
En ese momento Helen cogió su pistola y le disparó.
—¿Pero qué haces? ¡Lo has matado!
—¿No te das cuenta? Querían acabar con el mundo, con el mundo que conocemos.
Por mi mente pasaron a modo de flash: el calentamiento global, los muertos por hambre, la contaminación de los ríos y los mares, mi cuñado, nuestros políticos. Miré a los ojos de Helen y luego al extraterrestre tirado en el suelo. Y otra vez a mi compañera. Desenfundé el revólver y vacié el cargador en el cuerpo de la cosa esa.
—¡Qué se joda! Esta es mi casa y nadie va a venir de fuera a decirme cómo llevarla.