NADIE MÁS
ANA GUERRERO ARJONILLA | A.G. Novak

Hacía tanto frío.
Las articulaciones eran agujas en cada leve movimiento. Ya no le quedaban fuerzas, pero tenía que hacer todo lo posible por salir de ese agujero olvidado y gélido.
Durante las horas que llevaba allí encerrada; no sabía cuántas, la única imagen que le vino a la cabeza, una y otra vez, fue la de sus ojos inexpresivos mientras la golpeaba con saña.
La persona que ella creyó amar los últimos quince años, se convirtió en una pesadilla de la noche a la mañana.
Se arrastró hasta la puerta e intentó gritar, pero el amago le provocó un intenso ardor en la garganta. Apenas fue capaz de emitir un quejido sordo, casi imperceptible.
Se agarró a la puerta e intentó abrirla con las pocas energías que le quedaban, pero al tirar notó una brusca sacudida: una robusta cadena amarraba ambas hojas. Los ojos le escocían de tanto llorar, y la desesperación amenazaba con dominarla, pero no era momento de rendirse.
No había nadie más, debía salvarse sola.
Reptó hasta la abertura, el amarre flojo le ofreció la esperanza de deslizarse por el hueco que dejaba la madera podrida.
Metió la cabeza, después un hombro. Enormes astillas se clavaron cerca de su clavícula, pero no gritó, habría sido un gasto de energía inútil. Continuó con su titánica labor, despacio, calibrando cada movimiento. Extendió la mano y agarró con fuerza la maleza seca que rodeaba la piedra de la casa. Tiró más fuerte y consiguió pasar medio cuerpo.
El matorral que le servía de asidero se rompió. Elevó la vista con furia, pero casi al instante su determinación se convirtió el terror.
Él estaba justo delante, sentado en una silla plegable, sin importarle la nieve que se acumulaba sobre su cabeza. Había estado disfrutando del espectáculo, del aroma de la esperanza destruida, pero su rostro no demostró satisfacción, sino una fría y aterradora indiferencia.
Su mirada, carente de emoción, era la un depredador observando a su presa.