Naranja eléctrico
Víctor Martínez Balaguer | Oriol Balaguer

El forense había evitado retirar el pintalabios naranja eléctrico, una decisión acertada ya que era lo que había permitido identificarla tan rápidamente. El resto de la cara estaba desfigurada, al igual que las palmas de las manos. Seguramente intentó parar el disparo de escopeta en un gesto tan inútil como desesperado. Ese vivo color naranja eléctrico sería lo último que quedaría de ella.
Esa misma chica había salido de mi despacho tres horas antes, arrastrando una pesada bolsa de deportes y diciéndome adiós desde esos labios naranja y sujetando mi tarjeta de visita mientras agitaba la mano. En el registro preliminar del cadáver apareció la tarjeta y ésta fue la causa de que me encontrara en la morgue junto al inspector Ferrer.
Quería salir de la morgue cuanto antes. Me incomodaba el olor a vida violentamente sesgada que inundaba la sala. Me incomodaba también no poder sentirme culpable por haber rechazado su caso, pues ya eran muchos años en la profesión como para ser el protector de alguien que no quiere eludir el peligro. Antes de salir definitivamente de allí, me giré para echar un último vistazo al cuerpo inerte de Debi.
Se había presentado ante mí con ese nombre. Me dijo que pudiera ser que proviniese de una familia adinerada local y que hipotéticamente le había sustraído a su padre una bolsa de deportes llena de billetes usados. Por otros detalles que me dio, deduje de forma cierta que Debi era María del Carmen Piella, hija menor del abogado metido a constructor Rodrigo Piella. Aquello apestaba, hipotéticamente.
La chica quería protección durante su huida hasta sentirse segura en algún país de la Unión. Estaba convencida de que el dinero le pertenecía por derecho propio, como herencia y como pago por soportar la tiranía paterna. Ausente de originalidad, pintó el cuadro de que su mamá era una fiel aliada de su papá. Contrastaba su edad aparente con el maquillaje estridente y la inmadurez de su discurso. Tampoco iba con su atuendo la pulsera de diamantes, hipotéticamente sustraída a su mamá, que lucía en la muñeca de ese brazo que no paraba de mover. Gesticulaba excesivamente y llevaba la mano insistentemente a un desgastado colgante de bisutería con la figura de un gatito. Diamantes y plástico fino. Recomendé a Debi que devolviese el dinero, y le di una tarjeta por si me necesitaba para mediar con su padre.
Ahora ella yacía sobre una mesa metálica. Tuve un mal presentimiento al contemplar su cuello desnudo y le pedí a Ferrer que me enseñara las pertenencias de la chica: pantalón, zapatos, cazadora, monedero, llaves, anillos, pulsera… como temía, faltaba el colgante del gatito y la bolsa del dinero.
Sentí náuseas al comprender que el carmín naranja eléctrico y la pulsera de diamantes no habían sido más que el atrezo de un macabro espectáculo de prestidigitación. Al marcharme le dije a Ferrer que quizás la familia Piella se había precipitado al identificar al cadáver. Definitivamente, aquello apestaba.