Ni las migajas
Fernando Aguirregomoscorta Menéndez | Tristán

–Como le decía, hemos cerrado el caso.
El inspector dio otro sonoro bocado antes de continuar.
–Ahora ya es cosa de otro departamento, ¿comprende?
–Perfectamente, señor, le doy las gracias por haberse acercado a decírmelo.
La mujer lo observaba con dulzura, mientras se recolocaba el delantal, inmaculado.
–¡Fíjese que muchos compañeros la señalaban a usted al principio! –farfullaba, al tiempo que trocitos de carne salían disparados de su boca y la grasa rojiza de la salsa se deslizaba con lentitud por la comisura de sus labios hasta gotear en su camisa.– Ya sabe, por lo de la orden de alejamiento…
–¿Por las veces que se la había saltado? –aclaró ella.
–Eso –continuó el policía, antes de aceptar una servilleta de papel de manos de su anfitriona.– Los de género me enseñaron las fotos del dossier –reveló, de nuevo entre bocados–; la verdad es que le dejó la cara echa un cuadro. Menudo animal…
–… de bellota.
–¿Perdón?
Se retiró las migas de la solapa de la chaqueta, manchándola con la grasa de sus dedos.
–Coja otra, por favor– se adelantó ella.
–Es usted muy amable –respondió, aunque antes de que ella terminara ya tenía otra ración en la mano.
La mujer contemplaba a aquel hombre devorar sin piedad, con fruición, como si no hubiese comido nada en el último mes. Los botones de su camisa, en una resistencia numantina para mantenerla cerrada, dejaban claro lo contrario. No había otra cosa en el mundo que la comida, en la cual ponía todo su esmero en aquel momento; el diálogo no pasaba de pobre guarnición.
–Y eso que los vecinos me dijeron que le habían visto entrar aquí, al portal –aclaró, sin dejar de masticar.
–¿Y no avisaron a nadie? –planteó ella con tono cándido–. Difícil de creer…
–Como lo oye –concluyó, tragando el último bocado–. En fin, como decimos nosotros, sin cuerpo no hay crimen, así que ahora ya pasa a los chicos de desapariciones.
–Me quedo mucho más tranquila –sonrió ella–, no sabe usted cuánto.
Dijo esto último desde la cocina, donde había entrado antes de terminar de hablar. Volvió con varias bandejas grandes, apiladas y cubiertas por papel de aluminio.
–Para sus chicos –aclaró–. Se han portado tan bien conmigo…
–¡Por favor, señora –exclamó él, cogiendo los paquetes– no podemos aceptarlo!
–No se preocupen –respondió ella, con ademán amable–, tenía esta carne desde hacía un tiempo y se me iba a echar a perder.
–Magníficas, las empanadas –murmuraba el inspector mientras bajaba las escaleras.
Al llegar al último escalón, se detuvo por un instante y se giró de nuevo hacia la mujer.
–Por curiosidad –hizo una pequeña pausa antes de continuar– ¿de qué es esta carne tan tierna?
La mujer no pudo dejar escapar una sonrisa.
–De cerdo, inspector, de cerdo.