Era la nevada más grande que se recordaba. Y allí en medio del pueblo, una gran mancha de sangre rodeaba la fuente congelada. Rojo sobre blanco. Rojo sangre. Rojo. Rojo.
El pueblo amaneció con el grito desgarrador de Encarna, que rompió la paz de una aldea cualquiera pérdida en una montaña cualquiera.
Mientras el sol empezaba a asomar, los vecinos se arremolinaron alrededor de la sangre con cara de asco, miedo, tristeza. Se miraban unos a otros desconcertados, incrédulos.
Unas huellas ensangrentadas se alejaban del pueblo en dirección al bosque.
Y como si el mismo flautista de Hamelin los hubiera conjurado los vecinos comenzaron a seguirlas en silencio, con ese silencio que solo la nieve propicia.
Al llegar al bosque la calma se acabó cuando encontraron el cuerpo de una muchacha joven. Su cabeza rozaba el agua y la corriente le mecía el pelo creando una imagen surrealista de ninfa del agua.
Un sollozo y un grito salieron de la garganta de Encarna. Era su hija la que allí yacía. El resto de la gente seguía muda, hasta que un joven y luego otro se acercaron a ayudarla a sacar el cuerpo y ponerlo sobre la nieve. Se veía hermosa en su fragilidad de muerte, cubierta de sangre sobre la blanca nieve. De pronto se oyó: Asesino! Encarna no podía decir nada más, no tenía palabras para el dolor de saber que su vida también había terminado en ese mismo instante.
Con un dedo acusador señaló a Jenaro, el loco del pueblo, ya que como bien es sabido, todo pueblo, tiene su loco particular. Miren que así se llamaba la muchacha tenía un tajo en la garganta, y era por todos sabido que Jacinto llevaba una grande en su cinturón, la cual usaba con gran habilidad y con la que según el día amenazaba a sus vecinos con muertes infames, que luego olvidaba. Como buen loco que era.
Los vecinos rodearon a Jacinto, mientras el gritaba que no era un asesino. Pero nada se pudo hacer, un golpe, y otro y otro. Y pronto otra muerte tiñó la montaña blanca ese día. Cegados por la ira, Jacinto se convirtió en instantes en una masa sanguinolenta tirada en la nieve. La ley de la montaña susurraban las mujeres que miraban impasibles.
Arrojaron el cuerpo de Jacinto al agua, y cogiendo a Miren con cuidado la llevaron hacia el pueblo, donde la lavaron y y colocaron en una cama limpia para velarla en la casa del cura.
Cuando se hizo de noche Encarna se dirigió a su casa a descansar. Al entrar en la habitación de Miren encontró una nota que decía: Este pueblo está maldito y prefiero morir que seguir viviendo aquí”.
Miren se sentó llorando en voz baja, arrugó la nota y la lanzó al fuego.
Ojo por ojo, diente por diente, nunca fue una buena opción. Porque a veces, quien tiene ojos, no tiene dientes. Y quien tiene dientes, no tiene ojos.