Conocí a Cornelia Pilgrim una desapacible tarde de noviembre. La encontré en el internet profundo, ese submundo que te consiente realizar cualquier deseo por muy pecaminoso o ilícito que sea. Es solo cuestión de dinero y yo lo tengo.
Nos citamos en la habitación de un hotel. Fue un encuentro rápido. No mediaron muchas palabras, tampoco hacían falta. Abrió un estuche y me mostró su contenido. El collar que tanto busqué a portada de mis manos.
Cuando quise cogerlo cerró la caja de golpe y me exigió el dinero. Lo entendí, ¿para qué perder tiempo? Realizada la transacción, protegí mi joya abrazándola bajo el impermeable y me fui deprisa.
Ya en la seguridad de mi casa acaricié el jade translúcido, sentí un latigazo de placer al pensar que había adornado el cuello de una emperatriz.
Fue horrible cuando al examinarlo más atentamente me di cuenta de su falsedad. Esa cucaracha me había engañado. Me dejé arrastrar por la furia, por un único pensamiento, arañar a esa alimaña hasta hacerla sangrar. Lo admito, perdí la cabeza y me costó un tiempo sosegarme. Cuando lo logré, decidí matarla.
Pasé más de un año buceando en las aguas oscuras. Soborné, amenacé, hice favores, hasta que di con ella. Cornelia Pilgrim se había convertido en Charlotte Picard y seguía con su carrera de mentiras
Hacía frio cuando Volvimos a encontrarnos, en otra ciudad, en la habitación de otro hotel. Cornelia o Charlotte o quien quiera que fuera, había cambiado su aspecto, era otra. Yo también era otra, una asesina.
Por supuesto no me reconoció. Me mostró la pintura que le encargué para atraerla hasta mí. Yo desabroché mi abrigo y señalé el falso collar, ni siquiera parpadeó .¿Recuerdas?, pregunté. Ella buscaba en su memoria y no hallaba nada. Nuestras miradas se encontraron cuando la apunté. Me demoré unos segundos antes de disparar, me complacía tenerla a mi merced, aterrada. Poco antes de morir, comprendió y yo, sonreí. Bastó solo un tiro directo al corazón. Apenas su cuerpo se desplomó, salí como una sombra, nadie vio, nadie oyó. Había tomado precauciones y cuando me deshice del arma camino del aeropuerto, di por concluida mi misión.
Jamás he vuelto a sentir tal alivio y ligereza. En cuanto me apoyé en el asiento del avión y tomé una copa, me dormí.
Desde entonces mi vida ha seguido imperturbable y placentera. No pagué, ni pagaré por su muerte. No he vuelto a matar, tal vez porque nadie me ha dado motivos para hacerlo.
Tampoco he probado la insidia del arrepentimiento, ni siquiera una duda. Aunque si debo confesar que en algunos raros momentos, siento un mordisco en el corazón. Y sé cuál es la causa, las malditas ganas de saber cómo pude dejarme engañar así.
Por fortuna, nada tan grave que un Martini no pueda aliviar.