No llevaba la pistola. No siempre la llevo, así que eso no tenía nada de particular. Sin embargo, esa noche en el Bunch pesaba el tipo de atmósfera peculiar que se respira en los escenarios de la tragedia. Conozco bien ese aroma. Notaba todas las señales que mi sexto sentido me envía cuando estoy amenazado. El sabor metálico en el paladar, el cosquilleo en la nuca, esa sensación repentina de haber olvidado algo en algún sitio.
No se trataba del revólver. Eso no lo olvido. Lo llevo o no lo llevo, pero no es algo que se pueda olvidar.
Dejé el sombrero en la barra, cerca de mí. Me senté en un taburete alto, sin dar la espalda a la puerta. No me quité la gabardina. Hice un rápido recuento de la parroquia, en busca de las señales que confirmaran lo que el instinto me advertía.
El tipo gordo del fondo no parecía peligroso, pese a que me miraba con cierta insolencia y sonreía para sí. Dos bebedores oscuros en la mesa más cercana, con aire de no haber dormido en tres días, callaban sin levantar la mirada de sus vasos. Cerca de la puerta, una pareja de mediana edad, envarados, con los rostros muy pálidos, se hablaban en susurros, sin mirarse, casi sin mover los labios. Por último, al final de la barra, un hombre apoyado sobre los codos miraba el contenido de su copa como si sopesara la suerte de zambullirse en ella.
Lewis me puso mi bebida acostumbrada sin decir una palabra, y siguió secando vasos más allá.
La tonada de trompeta que salía del gramófono habría podido ser la banda sonora de la vida de los seis pobres diablos. Pero había algo desacompasado en sus miradas, en sus posturas, en la forma de estar en aquel sitio. El cínico desdén del gordo, la hierática rigidez de la pareja de rostros de cera, el silencio reconcentrado de los bebedores insomnes, la aparente displicencia del hombre de la barra: todo estaba desasistido de la más elemental conformidad.
Así estábamos cuando el fogonazo rojo de su melena ondulada cruzó la puerta.
Ella habló primero.
— Rebeca, me llamo Rebeca.
Me recorrió un escalofrío. No sabía qué decir.
— ¿Qué, te sorprende mi nombre?
— He conocido a otra Rebeca.
— ¿Y?
— Es que creí que eras ella cuando te vi entrar. Aunque enseguida me di cuenta de que no podía ser.
— ¿Por qué? ¿La otra era más guapa?
— No, nada de eso.
Sacudió el pelo y dejó que el haz de un foco sacara toda la luz celeste de sus ojos. Esa misma luz celeste.
Sentí que me mareaba. Me giré hacia las mesas. Todos me miraban. No a ella, me miraban a mí.
— ¿Rebeca?
— ¿Sí?
— Eres tú, ¿verdad?
Me faltaba su peso en la mano, como el pomo de una puerta que abriera el paso hacia el buen sentido de las cosas. No había pomo, no había puerta, no había sentido. No llevaba la pistola.