«Dicen que los cínicos no sirven para este oficio. Puede ser. Estoy cansado de escucharlo. La mayoría de quienes me lo dijeron están en el fondo del río o en un agujero de alguna dehesa. Como esta. «Mala suerte», «no es nada personal», suelen decirles sus verdugos mientras preparan el cubo de hormigón o las luces de la berlina les ciegan, rendidos de rodillas sobre la hierba. Los pobres diablos se lo huelen desde el momento en que les invitan a ocupar el asiento del copiloto, comienzan a ver claro que ese es su último viaje en coche. No terminan de coger la postura, temerosos de que un alambre aparezca desde el asiento trasero y se enrosque en su cuello. Ahí se arrepienten de su sinceridad y su decencia. Tal vez un poco de descaro y desvergüenza les hubiese salvado.
»Siempre queda un atisbo de esperanza. Ellos, que tanto saben de la muerte, al menos de la de los demás, al llegar el momento de conocerla en persona se agarran a lo primero que emerge a la superficie. Bien saben que su suerte está echada, que en estos casos no suele haber llamada para indultos de última hora. Han estado al otro lado y saben cómo funciona. «Mala suerte, amigo. No puedo hacer nada por ti», recuerdan entonces haber dicho en más de una ocasión.
»Mala suerte… ¡Tonterías! La suerte usa un reloj digital de bazar, no suele presentarse, sin embargo el destino, lleva un cronógrafo suizo su muñeca, nunca falta a una cita. A ese es a quien hay que esperar. En él siempre puedes confiar, solo su mano puede cambiar lo que parece inevitable. Yo lo creo, y tú también deberías.
»Y aquí estamos. Estás nervioso, lo sé. Te cuento todo esto porque tú no tienes cara de ser mi destino y, si estás aquí apuntándome para que cave mi propia tumba es porque no tienes suerte».