Su mirada picarona y divertida se convirtió en un ceño arrugado. Los anchos hombros y fuertes brazos tornaron a evolucionar hacia lo insultantemente deforme.
Su aspecto abandonó la excelencia hacía ya mucho tiempo… los calcetines agujereados delataban su total rendición.
Siempre enfadado, siempre taciturno y desgarbado. ¡Con lo bien que le quedaba el uniforme!
Los escaparates, espantados, curvaban el vidrio tratando de alejarse de él y su reflejo se achataba y estiraba como en los espejos grotescos.
Las manos, hinchadas, de jugador de frontón y los mofletes a juego, como un artista soplador de vidrio o un trompetista.
Los cabellos, por no decir cerdas, cercenados a tijeretazos de indecisa decisión, olían a pescado gracias a la roñosa herramienta con la que fueron cortados.
Detrás de las orejas se abría todo un mundo de microorganismos, que erigían grandes ciudades de caspa y grasa construidas a lo largo de años de incomparecencia del agua y el jabón.
La camiseta, manchada con los restos de comida que no consiguió llegar a su destino, trataba de escapar de la prisión externa que le prendía.
Ojos, inyectados de cordura, enloquecían su mirada y distraían su alma para no ser espectador de aquello que no deseaba ver nunca: la botella vacía……
Decidió no hacer nada y se quedó sentado en la silla de plástico mirando las estrellas.
Anillo de oro y cadena en el cuello intentaban embellecer lo imposible y perdían su valor tratando de inyectar algo de su preciosa esencia… pero él era inmune, impermeable, repelente… todo resbalaba sobre su cuerpo y su mente como dos antagónicas sustancias insolubles. En este estado nada podía mejorar… por fortuna para él, tampoco empeorar.
Había decidido ponerse un sombrero de paja de ala corta con una banda verde y una pequeña pluma de petirrojo, decía que así elevaba su alma a una altura desde la que todo el mundo podía contemplarla y pensaba que eso era algo necesario para que las personas nos conozcamos mejor…
Había tratado con tanta gente, que le creí.
Los bolsillos del abrigo de paño escocés no tenían forro, el interior lo había rellenado con pipas de girasol el pasado invierno y cuando se lo puso esta temporada, comprobó sorprendido, que dentro, vivía una de familia de ratones. Habían practicado varios agujeros en la prenda para poder entra y salir con mayor comodidad. Los adoraba, eran toda su ilusión. Había catorce y a cada uno les puso un nombre. Volvía a ser feliz. Cuando salía a la calle, asomaban el hocico por los agujeros de pura curiosidad roedora. La gente cuchicheaba y se alejaba en cuanto le veían.
La vida le había tratado muy mal. Desde que fue expulsado del cuerpo de policía, todos le habían dejado; su mujer; sus hijos; amigos y familiares ya no quería saber nada de él… incluso él mismo se había abandonado.
A su lado ya no quedaba nadie, solo, ratones.