Cuando me enviaron a la ciudad de Inverness para investigar una serie de desapariciones, me encontré con unos policías locales al borde de la desesperación; la volatilización de niños llevaba sucediéndose durante años. Su última oportunidad era yo: inspectora de la unidad policial de desapariciones. Me sorprendió la fuerza con la que creían los habitantes en la leyenda del monstruo del lago Ness. «No te acerques al lago», repetían constantemente. Apoyaban la teoría de que era Nessie quien arrastraba a los niños hasta las profundidades para luego devorarlos. ¿Cómo sino podría explicarse que en años jamás hubiese aparecido ningún cadáver?
El proceso de investigación fue arduo, todos los caminos me llevaban a ese lago; siempre era el lugar donde el desaparecido fue visto por última vez, lo que me hacía sospechar que el secuestrador utilizaba la leyenda para camuflarse. Después de interrogar a testigos y vecinos, por fin dimos con un individuo al que habían visto merodeando por el lugar de los hechos. Un tipo solitario que vivía solo en la montaña. No disponía de coartada y además tenía antecedentes relativos a denuncias puestas por acoso infantil. Las ganas de acabar con esa pesadilla nos llevaron a acusar al ermitaño. El juicio fue rápido y en pocos días lo encerraron. Aun así, la gente del pueblo no estaba tranquila.
Decidí quedarme unos días de vacaciones y visité una fortaleza a orillas del lago. Me acompañaba una pareja de alemanes con una niña que llevaba dos trenzas rubias. Cuando acabé la visita me senté a admirar los treinta y nueve kilómetros de belleza de ese extenso y profundo lago de agua dulce que me tenía maravillada. Sentí una paz interior que nunca había logrado alcanzar. Me disponía a levantarme cuando una extraña sensación me invadió. Mis ojos no eran capaces de conectar con mi mente aquello de lo que estaban siendo testigos. Un enorme cuello emergía de las aguas majestuosamente. Quise salir corriendo, pero mis pies estaban anclados al suelo por una fuerza invisible. Había algo amable en el rostro de esa criatura mística. Me miró fijamente y yo le devolví la mirada, extasiada. Fue cuestión de segundos que ese ser tan bello volviese a esconderse, hundiéndose y desapareciendo de mi visión. Tuvo lugar un momento de auténtica simbiosis entre nosotros. Sentí una armonía y una nobleza tan pura que en ese mismo momento tuve la certeza de que un ser tan mágico jamás podría hacer daño a nadie. Esa noche, dormí profundamente, hasta que una llamada me sobresaltó. Mi jefe me instaba a poner el telediario. La relajación que sentía desapareció en cuanto vi el rostro de la niña de las trenzas en toda la pantalla. El titular era el siguiente: los habitantes de Inverness tenían razón cuando decían que las desapariciones no tendrían descanso con la detención del ermitaño. Una niña más se suma a la lista de este misterio que parece no tener fin.