Esta es la típica historia en la que una mujer bien vestida, sin demasiado maquillaje y con una hoja de muérdago a modo de broche se presenta frente a la mesa de mi despacho.
—¿Sabe usted quién soy?
—Todos en este pueblo saben quién es usted. —Apuro mi vaso de whisky y señalo la salida con la palma de mi mano—. Si me disculpa…
—Mi marido ha desaparecido.
Mierda. Uno pensaría que la mañana de un veintiséis de diciembre solo atendería a borrachos desorientados. O mejor aún: no atendería a nadie y así dormitaría hasta el año próximo.
—¿Por qué yo? —Miro distraído por la ventana. Aún nieva.
—Necesito discreción. Nada de policía. Nada de presa. Al menos, todavía no. —Saca una pitillera de su bolso—. ¿Tiene fuego?
Además de mi encendedor, a la rubia platino le doy mi palabra de que encontraré a su cónyuge, así que recapitulo: un gran empresario no vuelve a tiempo para la comida de Navidad. Nunca ha hecho algo así. El clima deja mucho que desear. Es un hombre mayor, más de una vez le han pedido que se jubile y, aunque no se deje ver demasiado, no le faltan enemigos.
Conduzco hacia las afueras y comienzo a hacer preguntas en su fábrica. Hace dos días que le vieron por última vez y todo era felicidad y buenas caras, pero nadie sabe nada más. Subo a la segunda planta y accedo al despacho del gerifalte: sobre una gran chimenea cuelga un retrato del desaparecido con su mujer y su mascota. Paso un dedo por el escritorio de caoba. Impecable. Ojalá pudiera decir lo mismo del suelo, que cruje y está descolorido en algunas partes. Reviso la vitrina de trofeos. El polvo de las repisas me indica que falta uno. Dirijo mi mirada hacia un gran ventanal. Tengo el pálpito de que este pobre diablo no ha ido muy lejos.
El viento sopla fuerte. Me ajusto el sombrero y confirmo que la gabardina es una prenda poco práctica para resguardarse de una tormenta de nieve. Doy un rodeo al edificio y me sitúo bajo la ventana del cuarto que acabo de visitar. Escucho un ruido y lo veo: es la mascota del cuadro. Se da la vuelta y se adentra en un bosque cercano. Resoplo y lo sigo. Sé lo que voy a encontrar.
El viejo aparece con un golpe en la cabeza y enrollado en una alfombra. El bicho se acerca. Con una pata golpea su brazo. Nada. Lame la nariz y parte de la cara. Qué asco.
Llego a la mansión de mi clienta. Querría haber apurado un cigarrillo antes de realizar esta visita, pero ella tiene mi mechero y no ha habido manera de encontrar un estanco abierto. Toco el timbre, una empleada del servicio me abre y, cuando la señora de la casa aparece, hace una pequeña reverencia y se va. Suspiro. Será mejor que lo suelte sin más.
—Me temo que no traigo buenas noticias, señora Nöel.