Novela negra
Estanislo Valverde Baras | Lao

Marcos aspiraba su última ración de cocaína. La tapa de su portátil dejó de ser de un gris discreto para pasar a un blanco diáfano. Era consciente que tal como iban las cosas, la situación era insostenible. Debía mucho dinero y ya peligraba su vida. Sus acreedores (traficantes) ya le habían amenazado muchas veces. Eran gentes feroces y sin escrúpulos.
Para Marcos, cada alborada era un regalo de Dios, pues seguía vivo sobre la faz de la Tierra.
El problema era acuciante y no podía resolverlo él solo. Necesitaba un protector, un amigo totalmente disponible a hacer cualquier cosa para salvarle la piel. Muchas veces, pensó en quitarse la vida, pero siempre renunciaba con mil argumentos a no hacerlo.
Recordó un compañero, de antaño en la universidad cuando eran tiempos reivindicativos y revolucionarios. Sabía que orientó su vida a lo detectivesco. Pensó en localizarlo y explicarle, a medias, su problema.
Jonás, el detective, se alegró mucho de verle. Marcos le explicó su idea para desmantelar una banda de mafiosos, mintiendo sobre sus actos y alegando una justicia social en la que ya no creía.
Después de mucho indagar, Jonas localizó a los perseguidores de Marcos. Nunca había expuesto su vida de aquella manera y acarició su revólver, un 38 automático con empuñadura de nácar, sin estrenar. Un sudor frío recorría su espalda cuando se acercó a ellos solicitando alguna letal sustancia. Enseguida detectaron que aquello era una farsa, tal vez, la policía, y un policía muerto no da problemas.
Jonás salió corriendo y silbaron las balas en el suburbio de la gran ciudad. El detective intentó devolver los disparos pero fue demasiado tarde. Lo capturaron, y, bajo tortura, delató a su cliente, Poco más tarde, murió.
Aquella noche, Marcos recibió una llamada desproporcionadamente alentadora. Los narcos se hicieron pasar por Jonás e informaron que fueron entregados a la policía y que todo había ido bien. Se citaron en la vieja estación de tren para ultimar el pago de los honorarios. Llovía.
Marcos llegó en taxi a la estación, desplegó su paraguas y caminó decidido hacía el andén donde fue abordado por los que, en teoría, habían de ser sus víctimas.
Todos los viajeros que esperaban en el andén se retiraron de la escena. El miedo caía, junto a la lluvía, de bruces sobre el asfalto.
La visión nocturna era una incógnita y el tren llegaba a toda velocidad. En la vía, un cuerpo yacía, atado sobre los fríos raíles enloquecido por no puede escapar del fatal destino. Marcos adivinaba indefenso el silbido cada vez más cerca y más cerca, hasta que el primer vagón lo aplastó. Todo quedó en sesos desperdigados y un triste charco de sangre. El cadáver cometió un error que fue no sacar el billete para cubrir el trayecto hacia el infierno. Mientras, el vigilante de seguridad siguió paseando, hundido en los charcos, como un autómata. Nadie vio el terrible drama y un agrio silencio cubrió la pesadez del aire. La noche fue su ataúd