Nubes bajo tierra
Sergio Pérez Algaba | Serge Buk

Un cielo plomizo caía a sus pies con amenaza de despejarse y el sol se escondía, tímido, asomando apenas un rayo cuando creía oportuno. Hasta entonces, la humedad seguía en el intento de calar, a pesar de llevar el kilt hasta más allá de las rodillas.
Solos apenas se alejaban tres yardas de casa, la curiosidad de Arran y Caillen hasta entonces no les había llevado más lejos y, si alguno de ellos lo hacía sin pretenderlo, Blacky iba detrás llamándoles a ladridos. Blacky era su guardián, un perro de tamaño medio, de pelo oscuro con manchas rubias y orejas de lobo.
Los tres siempre se quedaban por allí y, si no arreciaba lluvia, jugaban con una pelota de piel de vaca, rellena de paja de heno, que su padre les fabricó cuando eran pequeños aún. A Blacky le encanta que se la tiren para cazarla.
Muchas veces pasaban las horas muertas con un pequeño pueblo que poco a poco moldeaban en la tierra bajo el cobertizo. Escarbaban con trozos de tejas o palos. Tenía sus caminos y sus plazas, con una fuente y un río que lo cruzaba de lado a lado, y habían escavado incluso formando casas y establos. Luego, decoraban con lo que tuvieran a mano; paja, ramas y retales, hojas y piedras de diferentes tamaños, a su antojo. Blacky duerme allí, bajo el cobertizo también. Arran y Caillen le tienen dicho que no escarbe allí, aunque la mitad de los caminos los haya hecho él. Al menos el río nunca tuvo agua.
Pero esa tarde cambiaron la tierra por el cielo, y estuvieron los tres tirados en la hierba amasando esas nubes plomizas que casi tocaban sus pies. Moldearon figuras con ellas como si fueran masa de algodón en sus manos. Dieron forma a todo tipo de animales, desde pájaros hasta perros, como Blacky. Formaron coches de caballos, con su carruaje y sus ruedas, hasta azadas y árboles. Incluso se les ocurrió hacer una pelota, parecida a la que ya tenían, para Blacky.
Cuando su madre les llamó a cenar Blacky ladró, pero tuvo que insistir para que sus criaturas le hicieran caso. A regañadientes, Arran y Caillen guardaron sus figuras en las vasijas del establo, las cubrieron con sus tapas de pez y entraron corriendo.
Fuera olía a hierba húmeda y fría y a leña quemada. Las nubes siguieron deslizándose por la ladera, como si quisieran esconderse bajo tierra, y de repente el cielo oscureció; la noche cayó como una vela se apaga al soplar. Arriba, en la oscuridad del firmamento, quedó el gajo de una luna tímida queriendo asomarse y cientos de estrellas, las que dicen los mayores ser sus ancestros.