Odiar sin paciencia
Vanessa Jordan Jiménez | Vanjor

La paciencia no era su mejor virtud. Lo sabía él y aquellos que tenían la ocasión de compartir algún que otro momento a su lado. A pesar de su juventud -aún disfrutaba de los locos veintitantos-, la vida había pasado por él, cómo si estuviera contando los últimos años para la jubilación. Tener experiencias, vivir al límite, sumar anécdotas. Todo eso está genial para el típico anuncio de alguna bebida, coche o incluso el slogan del gimnasio de la esquina. Pero esto era mucho más. Y escuchar un resumen de sus veintisiete años, era como desnudar a los sentimientos, deseos y odio de un todo. El físico, de herencia materna, era lo mejor que le había pasado. Ser atractivo le había ayudado en más de una ocasión en no levantar sospechas. Esa mirada de un azul mar, era irresistible para más de un mortal, indistintamente del género. Y eso lo sabía él y aquellos que tenían la ocasión de compartir algún que otro momento a su lado. Pero últimamente, a lo de no tener paciencia, había añadido lo de empezar la casa por el tejado. Aquel jueves de marzo, se había despertado cuándo apenas despuntaba el día. Relajado, en silencio, fumándose un cigarro y pensando en lo que le había gustado el polvo de hacía dos días con la recepcionista del psicólogo.
Pues aunque resulte extraño, la situación se te puede escapar de las manos en menos de dos horas, y acabar con la armonía y el bienestar de algunos meses, o incluso años. Y puede que la culpa no sea de nadie en concreto, aunque rodearte de depende qué personajes, te abre la puerta de par en par para fastidiarlo todo. Por lo que, cuándo se quiso dar cuenta, estaba metido en el maletero de un Mercedes, con el cuerpo sin vida del chico de la cafetería de detrás del gimnasio y pensando dónde mierda había dejado el móvil. La velocidad y los baches, hacían mella en cada uno de los golpes que le habían propinado en la espalda y las lumbares. Cuándo el coche se detuvo, escuchó como los pasos desganados del conductor se acercaban al maletero. La luz de mediodía, le cegó por completo, pero su habilidad por las manualidades, habían estimulado su tacto, y aún sin mirar podía describir perfectamente la forma y textura se cualquier objeto. Así que, no lo pensó un segundo. Cogió la navaja que había encontrado en una bolsa, y vació el ojo derecho del desganado. La paciencia no era su mejor virtud, y lo sabía.