Odio
David Mendoza Herrera | Alejandro

El tipo que mató a mi padre me cae bien. Después de acabar con él, lo vieron huir por la avenida. La gente lo miraba aterrada, expectante, esperando acontecimientos. Eran las 8:47 horas. Llevaba un cuchillo. Salpicaba de gotitas rojas las líneas blancas de dióxido de titanio sobre el asfalto. Se escondía tras una gorra del partido político al que nunca votaría mi padre y vestía una camiseta de Bart Simpson.
Mi padre era un buen hombre, pero estaba claro que algún día moriría asesinado. Estaba escrito. Y puede que no hubiera motivos.
Cada mañana iba al trabajo y volvía a la hora de comer, sin quejarse jamás de algo que nos hiciera pensar a mi madre y a mí que no era feliz. Recogía la mesa y limpiaba la cocina después de fregar la vajilla. Por las tardes, ejercía de chófer para los dos y nos llevaba a nuestros asuntos. Cenaba siempre con una sonrisa y nos preguntaba cómo nos había ido el día. Si mostrábamos pesar por algo, nos consolaba con charlas ingenuas y motivadoras. Si nos había ido bien, lo celebraba como si su partido hubiese ganado las elecciones. No tenía vicios, nunca salía solo y veraneaba cada agosto en La Palma, en familia.
Aquella noche, después de volver de tirar la basura, se quitó la bata con un gesto pesado antes de retirarse a su habitación.
—Creo que he visto a alguien en el jardín.
Mi madre y yo nos miramos, con más sorpresa por la reacción de mi padre que por el hecho de que pudiese haber alguien allí. Nunca mostraba preocupación por nada.
A pesar de todo, el sueño nos alcanzó a mi madre y a mí sin solidaridad alguna hacia la desazón de mi padre.
Fue a las 3:38 horas. El grito de mi padre y los chillidos desconsolados de mi madre me dejaron paralizado. Hasta las 3:41 horas. No fui capaz de mover un solo músculo hasta entonces. La policía llegó a las 4:13 horas.
Pasó mucho tiempo sin que supieran cómo afrontar la investigación. Los sollozos de mi madre se mezclaban con las discusiones entre los agentes, que no sabían por dónde empezar. La controversia hizo que se olvidaran de acordonar la finca, la manzana, las calles, la ciudad. Esa negligencia, pensé, sería una puerta enorme para la huida del asesino.
Entré por última vez en la habitación de mi padre para despedirme de lo que quedaba de él. La sangre había empapado las sábanas con formas caprichosas. Una de ellas dibujaba la isla de La Palma.
Todo parecía perfecto, salvo por una cosa: no tenía un detective y no se me ocurría cómo podría sanar entonces el agravio social que este crimen encarnaba. Tenía la historia, pero me faltaba ese personaje.
Mi padre era un buen hombre. Sin embargo, votaba a ese partido. Creo que por eso el tipo que mató a mi padre me cae bien.