—Mamá, mamá —gritó Lucca desde la habitación.
—Ya voy cariño —responde Elia—. Estoy hablando con el comisario. Enseguida voy.
A los cinco minutos, Elia se encuentra a Lucca sentado en su cama con el gesto preocupado.
—Ey, ¿pasa algo?
—Tengo que contarte algo. Es importante —contesta.
—Me estás preocupando Lucca. ¿Qué pasa?
—Se trata de unos dibujos. Los ha encontrado Darío en el sótano de su casa. Al principio parecía una broma pero creo que son de verdad —le dice muy serio.
Elia busca con la mirada la mochila. En un bolsillo lateral encuentra unos papeles. Son dibujos realistas de cadáveres en posiciones imposibles. Elia aparta los dibujos del alcance de Lucca y los mira con detenimiento. Los cuerpos están enteros pero las posturas no son aleatorias. Se trata de personas mayores asesinadas, de eso no hay duda. Es como si mirasen a la cámara o al dibujante, como si posaran, con un rictus forzado, una sonrisa extraña, inquietante, que se repite en todos los cadáveres.
Las extremidades parecen no acompañar al tronco y se rebelan en flexiones terribles. Decenas de preguntas se amontonan en el cerebro de Elia.
—Tranquilo cariño. De esto me encargo yo. Mañana me lo cuentas todo. Has hecho bien en avisarme. Buenas noches. No te preocupes.
Ya en el comedor, Elia mira con una mezcla de asco y morbo los dibujos, esparcidos por la mesa.
——————
Ismael entra cabizbajo en el autobús. En un momento de descuido en que su mirada sobrevuela los asientos, se sorprende al recibir la sonrisa beatífica de una anciana. Baja la mirada sin saber muy bien qué hacer.
No consigue acostumbrarse. Este año ha sido diferente. Por primera vez en su vida no ha sido recibido con miradas esquivas impregnadas de asco y de miedo. Por primera vez en 25 años ha podido mantener oculto su rostro, su horror, su secreto, gracias a las mascarillas.
Mientras observa la calle a través de la ventanilla, Ismael recuerda el momento exacto en el que fue consciente de su realidad. La tía Emilia, vestida de negro cual cuervo de mal agüero pintó con palabras aquella verdad contada a medias, las sensaciones que provocaba en los demás:
—Tienes los ojos de Ángel y la boca de un monstruo. ¿Qué eres realmente?
Ismael recuerda perfectamente aquella frase y aquella voz, la brecha que se abrió en canal en su pecho, la fuerza con que las ideas de acabar con la tía Emilia empezaron a anidar en su cabeza.
Un año más tarde, a la edad de seis años, consiguió su propósito y el cuervo negro cayó escaleras abajo en aquella casa llena de recuerdos, hastío y secretos.