El sol caía a plomo sobre la ciudad, calentando aún más las calles en aquel verano abrasador. El detective Conrad se cocinaba dentro de su pequeño Cadillac sin aire acondicionado. Las ventanas abiertas no impedían que el calor sofocante le hiciera sudar como un cerdo. Su rostro perlado de sudor se contraía en una mueca de dolor por culpa de las almorranas que padecía desde hacía días. Estar sentado era un suplicio. Le producían una picazón y un dolor terribles, y ya notaba la sangre alrededor del ano humedeciéndole el calzoncillo.
Aparcó enfrente de una casucha abandonada, se bajó del coche con gran esfuerzo, pues las nalgas se le habían quedado pegadas al asiento por culpa del calor y de los 115 kilos de presión que habían ejercido contra el cuero durante el trayecto, y entró en edificio.
Una humedad pegajosa se le adhería a la piel mientras avanzaba por un pasillo estrecho, siguiendo el olor desagradable proveniente de la última habitación, en donde un policía sudoroso le flanqueó el paso. Una vez dentro, Conrad estuvo a punto de vomitar por culpa del olor a muerte, vísceras y descomposición. Consiguió controlarse, si bien no se creyó capaz de soportar aquel tormento mucho tiempo, por lo que procuró darse prisa.
Una miríada de moscas zumbaban alrededor de varias sábanas raídas que cubrían las partes cercenadas del cadáver. Lo habían tenido encerrado casi un mes, encadenado a la pared con grilletes, y aún se apreciaban tiras de piel desgarrada sobre ellos. Sangre, pus, orines y excrementos sólidos y líquidos cubrían el suelo, un cóctel oloroso ideal para sufrir lo indecible en aquella habitación sin ventanas ni luz natural.
El detective, de la impresión, se apoyó en la pared aceitosa y llena de moho. En seguida retiró la mano ante aquel tacto desagradable y se limpió en el pantalón sudado. Debía darse prisa. Con un pañuelo en la nariz que poco lograba mitigar aquel olor pesaroso y desquiciante, se arrodilló junto a una de las sábanas y la retiró con cuidado, mostrando un torso humano despellejado y sanguinolento, y una cabeza deformada por los golpes sufridos, con pocos dientes, sin ojos ni nariz, amarillenta y verdosa con una expresión de horror en lo que quedaba de rostro.
Conrad no pudo aguantarlo más y vomitó sobre la boca abierta del cadáver, haciendo que esta desbordase bilis mezclada con trozos de sandwich de gasolinera. Con la camisa manchada de pota, empapado hasta la médula y con un dolor lacerante en el trasero, salió a toda prisa de aquel lugar, dejando al policía confuso tras apenas dos minutos de inspección. Cuando entró en el Cadillac aún apestaba a muerto y algunas moscas lo habían perseguido.
Miró el reloj. En veinte minutos debía verse con su amante en la otra punta de la ciudad. Se daba asco. Resignado arrancó el coche, imaginando que aquella sería la última vez que se verían si no llegaba pronto al motel y se daba una buena ducha.