Matar es un trabajo que exige puntualidad. E ir al grano. Pasarse semanas estudiando el objetivo es un error. Al menos a él no le aportaba nada. Terminaba por obsesionarse y eso no es bueno. Esas cosas eran de los jóvenes, que lo convierten todo en ciencia. Y eso no era una ciencia, ni siquiera un arte. Mejor planear bien que pasarse horas vigilando al pobre desgraciado llevar su vida, su corta vida. Nada de compasión. Pasó de largo la parada del vaporetto. Si de algo valía este trabajo era para poder permitirse ciertos lujos. Se acordó de la primera vez que vio el Gran Canal. Salía también del tren. Como hoy. Pero con Julia. Dejó el libro en cualquier sitio. No había leído ni diez páginas. Vio la manada de góndolas esperando a sus presas. Los turistas en esa época eran escasos y los precios el espejo del invierno. Eligió una, subió primero la maleta. Cuatro cosas imprescindibles para una noche. No convenía precipitarse. Después de un encargo había que serenarse y dejar pasar el tiempo. Tampoco mucho. Las primeras horas todo el mundo se vuelve loco. Incluida la policía. Sangre caliente al empezar y helada al acabar. Eso decía Elías, el mejor en su trabajo. Ni una indecisión, siempre sabía dónde, cómo y cuándo. Le tarareó la dirección al gondolero. Hotel Sant’Antonin. Fondamenta dei Furlani. Salieron al canal como un relámpago. Le hizo aminorar la marcha con un solo gesto. No es que quisiera recrearse pero tampoco había prisa. El frío no le molestaba. Pero aborrecía matar en verano. A la altura de Rialto casi se pararon, como si fuera parte del protocolo admirar el puente y, de paso, permitir que el gondolero se repusiese del esfuerzo. Atajó cualquier tentación de que se pusiese a cantar con un lacónico verbo que llevaba ensayado como una oración. Reempredieron la travesía después de una parada para las fotos que no iba a hacer. Todo lo que tenía que saber estaba en su cabeza, no necesitaba recuerdos. Vio la cara entusiasmada de dos japoneses asomados al puente como si acabasen de comprarlo. Por si acaso, se subió el cuello del abrigo y se ajustó la gorra hasta desaparecer del todo tras las gafas de sol que lo convertían en un tratado del anonimato. No quería formar parte del repertorio de retratos de cualquier cámara juguetona. Toda precaución es inútil pero no tomarlas es todavía más inútil. Palabra de Elías. Quien trabaja en esto sabe que el problema no es que te reconozcan sino que te recuerden. Llegaron al pequeño canal donde estaba el hotel casi por inercia. La góndola se detuvo junto a la plataforma de piedra. Solo se oía el ruido del remo al apoyarse en la forcola. El sombrero del gondolero saltó por los aires cuando un disparo infalible le reventó el ojo derecho.