Había cuatro mujeres sentadas con los ojos vendados, una a cada lado de la mesa, pero yo solo podía mirarla a ella. Las otras tres repiqueteaban los dedos contra el tablero, se frotaban las manos, intentaban secarse el sudor de la frente o rascarse los ojos a través del pañuelo; ella en cambio se mostraba serena, respirando pausadamente con una sonrisa confiada.
El Ruso colocó una bandeja en el centro de la mesa.
—Ya saben las normas. Pueden empezar —dijo.
Ella estiró la mano hacia la bandeja, deslizó los dedos entre el hielo picado y cogió su primera ostra. Como si esa fuera una señal, se apagaron a la vez todos los murmullos de la sala. Empezó acercándose la concha hasta casi rozarla con la nariz y aspiró profundamente. Sus labios carnosos se abrieron en una larga exhalación y a continuación dejó asomar la lengua. Primero acarició con ella el nácar, deslizándola muy despacio hacia adelante, como tratando de retrasar el momento de rozar la superficie viscosa de la ostra. Cuando alcanzó su presa, la lengua se introdujo por debajo consiguiendo separar el molusco de la concha con una destreza prodigiosa. Entonces, su boca se abrió alrededor de la ostra, sus dientes la rozaron con mucha delicadeza, como si la acariciara, empujándola hacia los labios, que se cerraron con la presión justa para sujetarla sin dañarla. A continuación, empezó a sorberla lentamente, hasta atraparla por completo.
No podía ver sus ojos, pero le imaginaba una expresión de placer ante esa exótica mezcla de amargo y salado que por un momento creí estar saboreando yo también. Masticó cuatro, cinco, seis veces, y entonces inclinó la cabeza hacia atrás, exhibiendo toda la extensión de su cuello, y tragó. Todas las miradas estaban puestas en ella. Las otras tres mujeres habían terminado hacía rato y debían estar impacientándose, pero ella aún dedicó unos segundos a relamerse mientras suspiraba, o más bien jadeaba, con la concha todavía en la mano. Por fin la depositó sobre la mesa y sonrió, sin duda sabiéndose observada y admirada.
—Ya pueden seguir —ordenó el Ruso.
Ella aún tenía la mano sobre la bandeja de hielo, cuando la mujer morena a su derecha cayó al suelo fulminada.
Al instante, el dinero empezó a cambiar de manos y la sala se fue vaciando, pero yo permanecí inmóvil durante unos minutos, sin poder apartar la mirada de aquella diosa, que terminaba de devorar su segunda ostra.