Catorce de febrero. Menudo fiasco. Lo que prometía ser una velada llena de romanticismo y pasión resultó ser un verdadero desastre. Mientras recordaba la súbita transformación de aquel hombre atento y afectuoso en un individuo grosero y agresivo en cuanto la situación se tornó íntima, Claudia comenzó a limpiar la habitación. Con sus guantes de látex, su mascarilla y el pelo recogido en un moño improvisado recorrió minuciosamente la escena con la vista procurando detectar cualquier anomalía que pudiese llevar hasta ella. Cuando se cercioró de que no se le escapaba nada, asintió satisfecha y procedió a despedirse del que, durante un breve período de tiempo, pensó que podría llegar a ser su esposo, lanzó un beso al aire y se fue dejándolo extendido sobre el colchón.
Dos días después, cuando el teléfono de Claudia sonó para anunciarle que debía personarse en la escena del crimen, ya estaba preparada para una brillante actuación. Se calzó sus botas de trabajo y mirándose al espejo se mostró a sí misma su mejor cara. Cuando llegó al apartamento, saludó con un gesto a los policías que acordonaban la zona y entró de nuevo en aquel dormitorio que días atrás había librado de pruebas. Obedeciendo a su condición de médico forense estaba en la lista de personal autorizado. Acercándose al cadáver procedió a anticipar sus primeras conclusiones en un breve informe preliminar. De nuevo con sus guantes de látex, mientras sujetaba la mano izquierda del cuerpo con su mano derecha para observar sus uñas, con la otra mano retiraba un pelo rubio que se le escapó días atrás cuando revisó el dormitorio. Estaba convencida de que, una vez más, se había librado de ser descubierta. Tendría que tener más cuidado en un futuro, al fin y al cabo, ese no era el único muerto que Claudia guardaba en su armario y estaba segura de que tampoco sería el último.