PANORÁMICA
Entraron en el salón vacío. Se trataba de una habitación enorme, rectangular, muy luminosa. La reforma había respetado las puertas de madera maciza y el hueco de la chimenea. Justo del lado opuesto se encontraba el ventanal que daba al balcón, abierto. Las cortinas se balanceaban con la brisa.
El más alto de los dos hombres se desabrochó la gabardina con pereza. Era tan flaco y desgarbado que parecía un perchero cargado, a punto de quebrarse. Sin decir palabra se acercó hasta el ventanal, dejando a su compañero taconeando sobre el parqué de roble y admirando las molduras de escayola que remataban el techo.
–Menuda chabola, Gil.
Gil no respondió. Pasó a la terraza y echó un vistazo rápido al panorama. Desde allí arriba se dominaba el casco antiguo en toda su extensión, incluyendo las copas de los árboles del parque situado calle abajo. Se asomó con prevención, manteniéndose a distancia del murete de piedra. Gil nunca había gustado de las alturas. Después se volvió hacia adentro, echó un vistazo a las macetas bien ordenadas, a los muebles de jardín, dos sillas y una mesa baja, a la lámpara de pie allí colocados. Sobre el cojín de una de las sillas estaba marcada una huella de zapato, un talón.
–¿Cuándo llega la Científica? –preguntó.
–Están de camino –respondió el otro.
Gil retrocedió sin volverse. Persistía la brisa de la tarde, las cortinas no dejaban de ondear. Con el antebrazo, sin llegar a cogerla ni tocarla con la mano, Gil se acercó al rostro la pieza de su derecha. La cortina estaba ligeramente desgarrada como a la altura de su propio hombro. Miró arriba, donde dos de las argollas estaban dadas de sí, y la tela a punto de salirse.
–Bueno. Pues que procuren rastrearlo todo –señaló con la mano la estancia diáfana– En esta ocasión se lo han puesto fácil.
El otro asintió.
–Vamos abajo, entonces.
Con gesto hosco, Gil se dirigió hacia la puerta de la calle. Pero su compañero todavía se entretuvo un rato curioseando, golpeando la piedra de la chimenea, acariciando el papel pintado de la pared, hasta salir a la terraza y asomar medio cuerpo al vacío. Gil le esperaba al otro extremo, mirándole con desagrado. El otro se volvió hacia él y señaló sonriente abajo, al patio azulejado donde yacía el cuerpo reventado por la caída: en pijama, y con los pies descalzos.
–Desde luego, que mala pata, justo después de terminar la mudanza, ¿no le parece, jefe?
–Oye, arrea y no me toques los cojones –replicó Gil, con el rostro descompuesto.