La puerta estaba entreabierta cuando llegamos. Una vecina había dado el aviso hacía menos de quince minutos y ya estábamos allí.
El equipo de música gigante que decoraba toda la pared del fondo del salón estaba encendido, y de ahí salió un alarido perturbador justo cuando entramos, que pilló a mi compañera desprevenida, dejándola congelada en el sitio por un momento. Era el segundo aviso, el primero es el que había provocado la llamada que nos había traído hasta aquí. Qué bien planeado estaba todo.
El cadáver estaba en el suelo y yo me encargué de acercarme al cuerpo y comprobar que no tenía pulso, aunque ya supiera la respuesta.
Elena dio el aviso para que mandaran a todo el equipo y mientras lo hacía, tuve la oportunidad de observar todo detenidamente, me fijé en cada detalle de la habitación, con qué perfección estaba dispuesto todo. Observando el cuerpo sin vida, casi no me lo pude creer, menudo fallo, ahí estaba, brillando en la oscuridad desafiante, dejando al descubierto mi torpeza, haciendo que aquella obra maestra no fuera tan maestra. Tenía que arreglarlo como fuera, alargué rápidamente el brazo y de un golpe seco lo arranqué y lo guardé en el bolsillo antes de que ella me viera.
Tras varias horas de diligencias, llegó el momento de irse. Laura parecía agotada, le propuse hacerle la cena y ella aceptó, así que nos fuimos a mi casa.
Una velada agradable que iría a mejor a medida que fueran pasando las horas y se agotara el vino. Las pizzas estaban en el horno, la atmósfera de la casa era agradable y el día no podía ir más como estaba planeado.
Me levanté del sofá y fui al baño, ella se quedó allí, recostada sobre los cojines medio adormilada. No conté con que mi teléfono comenzara a sonar, el del trabajo, sacando a Laura de su sueño y pensando que quizá en comisaría tenían alguna novedad del asesino del botón, hurgó en mi chaqueta buscando el móvil. No fue eso lo que encontró.
Cuando entré de nuevo en el cuarto, ella sujetaba aquel maldito botón brillante lleno de sangre entre sus dedos. Nuestras miradas se cruzaron y saqué mi pistola tan rápido que no le dio tiempo a reaccionar y llegar a la suya.
— Es una pena que lleves puesto un jersey, siempre te han sentado mejor las chaquetas— fue lo último que escuchó.