Mira, orquídeas en la terraza de la vecina. Igual es su cumpleaños. Juego a intuir porque soy incapaz de hacer nada que exija concentración. Tengo una gripe de cepa indeterminada. Niebla mental.
Han puesto música y se escucha el acento inconfundible de la vecina, traumatóloga, uruguaya, vocinglera. «¡Amooooor, pasá! Te ves fenomenal». Tacones, comentarios melodiosos modo fiesta, tintineo de vajilla. La anfitriona da órdenes inaudibles a Alexa. Me da pena su robot doméstico. Tengo una preocupante empatía con la inteligencia artificial primitiva.
Me levanto penosamente del sofá y saco una bandeja de sushi de la nevera. La primera pieza es bonita pero me sabe a polímero. En la cocina, la banda sonora cambia. Veinticinco centímetros de hormigón me separan de la fiesta. Aún así, su batidora nos aproxima. ¿Cócteles? ¿Granizado? Capaz está haciendo guacamole. Como sea una de esas personas que trituran el aguacate, le rayo la puerta.
Hoy todo me sabe mal. Me indigna la diversión ajena. Me angustia el ulular de una ambulancia. La noche es demasiado cálida, el bochorno nunca trae cosas buenas. Escribo, edito y al final borro un tuit sobre el salario mínimo. Decido dejar el móvil cargándose, lejos de mi alcance. En la habitación también se escuchan cosas al otro lado: alguien arrastrando algo. ¿Un mueble? ¿La cama? ¿Una bici estática?
A la mierda, voy a poner música y a por un paracetamol. Busco algo en Spotify. La pastilla se deshace en burbujas que explotan en mi nariz. Portazo. Más voces.
Sé poco sobre ella. Que trabaja en una clínica privada y que le gusta follar temprano. Suficiente como para que me caiga mal.
Pongo ‘Riders on the Storm’ a todo trapo. Cuando llega «like a dog without a bone» el ruido contiguo se superpone y gana. Suena como si varias personas saltarán a la vez. ¿En serio? ¿Una coreografía? ¿Esa peña tiene Tik Tok?
Pienso en lo chalados que tienen que estar para bailar sin decir palabra. Porque ahora sólo oigo techno y silencio.
Y de repente, el timbre. Un relámpago me recorre la boca del estómago. Es tarde. Estoy mala. No espero a nadie. No tengo mirilla. Me quedo quieta y hago como que no estoy. Se habrán confundido. Ya se irán.
«Abra, POLICÍA».
Un antidisturbios entra con el dedo en la boca, la universal señal de silencio. Otro le cubre con una pistola semiautomática. Van directos a mi cuarto. Abren la ventana, esquivan las macetas y entran en el piso de al lado.
Salimos en los periódicos, clar: «Detenida en Lugo la Doctora Orquídea, buscada en cuatro países por homicidio múltiple». Encontraron cinco cadáveres en su piso. La jodida chiflada compraba flores cada vez que mataba: una docena para cada víctima, acompañadas con un cóctel de Diazepam.
La pillaron de casualidad. ¿Qué probabilidad hay de que un agente de la policía salga con una florista y hablen de trabajo? Las mismas, supongo, que de compartir tabique con una tía peligrosa.