Un día cualquiera de invierno en algún lugar de la España vacía. Son las seis de la tarde y ya es de noche. Nieva, no hay luz en las calles de muchas aldeas, no pasa nadie, salvo alguna sombra furtiva a la caída del sol, que prefiere no dejarse ver y salir con la niebla, alejada del mundo en el que le ha tocado vivir.
Pero hay seis amigos que cada semana, llueva o escampe, se reúnen en casa de Efrén a jugar la partida, a veces de cartas y otras, mimetizados con el misterio que habita en estos parajes en las noches de invierno, al tablero de cómo descubrir al asesino.
Pero hoy la policía se ha presentado a las ocho de la tarde, después de una llamada de Alfonso, el aliento contenido, para informar de que han encontrado a Efrén colgado en el sótano.
Los cinco amigos no podían articular palabra, cuando los agentes intentaron interrogarles y averiguar lo que había pasado. Entre balbuceos y sollozos, describieron lo que al principio parecía ser una tarde normal: mientras el anfitrión se levantó de la silla para ir al cuarto de baño, Dora aprovechó para acercarse la cocina a coger cervezas, Arón a la terraza a fumar un cigarrillo, Ilda a contestar con discreción una llamada de teléfono y Celeste a buscar un libro en la biblioteca, mientras Alfonso se quedó en la silla, esperando reanudar una partida que estaba a punto de ganar. Lo tenía claro: señorita Amapola, comedor, soga.
El agente Ballesteros ve el escenario de lo que, desde su punto de vista, aparenta ser un crimen. Por los nudos de la soga, tiene la impresión de que alguien ha colgado el cadáver después del crimen, sin signos de violencia. Baraja varias hipótesis: uno o varios de los presentes o todos a la vez, quizá porque alguno de ellos nunca entendió que aquel no era un juego de rol.
A las nueve, la policía telefonea a la madre de Efrén: su hijo ha aparecido colgado y hay indicios de que puede haber sido asesinado. Nada está claro, los cinco van a la comisaría a declarar.
La madre llega desolada, no da crédito a lo sucedido, entra en la habitación de Efrén, llora al ver las fotos de su hijo: en el colegio, en el instituto, después en la universidad, el abandono y la vuelta al hogar. Abre el cajón de la mesilla, una nota en el falso fondo:
“Querida madre: no llores por mí, el infierno ha terminado, años de acoso de los que ahora dicen ser mis amigos y vienen a verme para jugar la partida como si nada hubiera ocurrido. He planeado mi venganza, bebiendo el veneno mezclado en mi café, calculando el tiempo suficiente para que las fuerzas no me abandonaran y pudiera colgarme de forma grotesca, simulando que ellos lo habían hecho por mí. Esta es mi voluntad, que este secreto no sea revelado”