En el tercer estante, indudable, había algo extraño en la hilera de libros que correspondían a las novelas españolas de autores del siglo XVII y XVIII. Aunque solo perceptible para ella, allí faltaba, en su exquisita edición de 1863, la obra de Don Quijote; legado de un tío a su ya difunta madre.
Sin duda, alguien había tratado de disimular tal ausencia recolocando otros libros en su lugar, pero el control y exquisito orden que Doña Carmen mantenía con su biblioteca, era infalible.
En el céntrico piso de la calle madrileña, la voz entrecortada de aquella señora ya octogenaria llegó a la habitación contigua, donde su marido leía el periódico con el primer café del día, ya casi frio, pues lo demoraba al máximo para retrasar a su vez toda aquella batería de pastillas, unas blancas y otras de color caqui, que debía tragarse cada mañana; el malestar era cada vez mayor y la nueva dosis recetada tampoco parecía solucionar nada.
Don Agustín acudió a la sala de la biblioteca y vio el rostro pálido de su mujer, de pie, apoyada en la mesa central de la estancia, señalando hacia el tercer estante y sin dejar de repetir dos palabras: “no está”. Su marido, trató de tranquilizarla. En los últimos dos años no había entrado a aquella sala sino el propio matrimonio, Ernesto, quien todos los lunes de cada semana hacía las tareas de limpieza y Lucía, la guapísima nieta que, gratificada siempre con algunos euros, se encargaba de proveer a Don Agustín del periódico, así como de mantener controlado el avituallamiento de la medicación.
Lo cierto es que tras horas de búsqueda por toda la casa, no había rastro de los libros. La desesperación de Doña Carmen iba en aumento, hasta el punto que pese a la resistencia de Don Agustín, denunció la desaparición a la policía.
A la mañana siguiente los agentes se personaron en el piso. Aunque ambos frecuentaban la estancia, los dos negaron haber cogido o visto los libros en los últimos días. Tras sus declaraciones, Ernesto se marchó y Lucía se retiró con Don Agustín al cuartito de estar. A Doña Carmen, inconsolable, le llegaban las risas de abuelo y nieta. Tras una media hora, justo cuando se despedía, una frase de la joven, siempre entre las risas de ambos, había resonado un tanto extraña: “no hace falta abuelo, ahora tendremos para el suministro de varias semanas”
Tras un abrazo, Lucía también se despidió de Doña Carmen. Ésta se dirigió a ver a su marido, quien en su sillón favorito, miraba por la ventana, ausente, como en un estado de embeleso pero parecía alegre. Sobre la mesa, un vaso con algo de agua, el periódico y las tres cajas de pastillas habituales que justo había repuesto aquella mañana Lucía. Una de las cajas estaba abierta y de ella sobresalía una fina tira de pastillas en la que se habían consumido dos. Doña Carmen se extrañó, esas pastillas eran de un color rosa.